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“De trilla y siega (AI)”  de Juan Cantizanni. Foto: Natalia Cardoso
“De trilla y siega (AI)” de Juan Cantizanni. Foto: Natalia Cardoso

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Cómo la máquina esconde el tiempo

El 21 de abril se inauguró en la Fundación Rafael Botí de Córdoba la exposición colectiva “Jondo. Sonidos maquínicos” (ya se había podido ver en Sevilla y en Granada en 2021), en la que se produce un diálogo entre lo tradicional y la modernidad de la mano de la máquina y lo sonoro. Un proyecto que ha sido comisariado por Dilalica y Javier Bermúdez y que se podrá ver hasta el 5 de junio, aunque posteriormente itinerará hacia Barcelona.

13. 05. 2022

Camino al centro de la Fundación Botí, bajando hacia la Judería, puede que cruces por la calle de las Imágenes y, serpenteando callejones, pasarás por la puerta del Foro de la Memoria de Córdoba. En ese transitar se palpan los sonidos de la ciudad. Una ciudad que en su día fue el centro del mundo occidental islámico y en la que ahora los ecos oscilan desde el silencio absoluto de una aldea, reverberado por angostas calles en paredes de cal, a un fade in del bullicio de la escenografía turística cuanto más te acercas al aroma del Patio de los Naranjos. Unas calles alborotadas más abajo, encontrarás la exposición colectiva “Jondo. Sonidos maquínicos”, que integra miradas de diversos creadores del sur de Europa. Artistas que se vinculan con lo sonoro, los artificios del medio musical y con lo identitario de la cultura, cohesionados en la imbricación de la tradición y la modernidad en las prácticas contemporáneas.

A modo de preámbulo, o de advertencia, en la exposición se exhiben en una vitrina dos ejemplares de “Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo” (1936), de Antonio Machado, una de las referencias vehiculares de todo el proyecto expositivo junto con toda la obra de Val del Omar. Por eso no es de extrañar la textura de la atmósfera de la sala, un lugar donde se ensambla lo sonoro con lo maquínico y estos, a su vez, con el cuerpo de lo ausente, del trabajador, del artesano, de la memoria del espectador.

“La vigilia del sueño” de Juan López y Niño de Elche. Foto: Natalia Cardoso
“La vigilia del sueño” de Juan López y Niño de Elche. Foto: Natalia Cardoso

En una interpretación del conocido poema de Federico García Lorca se muestra “Romance sonámbulo daltónico”, de Los Dalton (Miguel Fructuoso, María Sánchez y Miguel Ángel Tornero), en un vídeo acompañado de los resultados de la búsqueda de estas palabras del poema en Google. A partir de esas imágenes compiladas, se construye la convención iconográfica. Por otro lado, y como es habitual en su trabajo, María Cañas nos deleita en “Holy Thriller” con una mirada hacia lo sacramental de nuestra cultura, estableciendo una analogía entre la Semana Santa y el clásico “Thriller” (1983) de Michael Jackson.

Un carácter ceremonial también marcado en el proyecto audiovisual “La vigilia del sueño”, producido por Juan López y Niño de Elche en la localidad cordobesa de Almedinilla. A lo largo de su andanza por dicho pueblo, Niño de Elche recorre diferentes lugares determinando en cuatro actos este peregrinaje acústico. En el segundo acto, en el Aula del Campesinado, aparece escrito en una pared roja tras el intérprete: “El campo para quien lo trabaja”. Parece ser que inherente a la máquina se encuentra la mano, el gesto, el sistema.

¿Puede una inteligencia artificial aprender canciones de campo? Es lo que propone Juan Cantizzani en “De trilla y siega (AI)”, a modo de entidad inteligente escultórica. Tras faenar también hay lugar para el descanso, para una nana en el tiempo presente: se proyectan las estrofas de una canción de cuna. La propuesta “Nana de esta pequeña era”, de Fran MM Cabeza de Vaca y María Salgado, presenta un audiotexto proyectado en un espacio íntimo para la obra; tras una cortina se escuchan los sonidos electrónicos mientras se leen las estrofas: “Esta pequeña era / no tiene sueño / no tiene sueño, sí / no tiene sueño, no”.

“Modulador vocálico dinámico” de Alegría y Piñero. Foto: Natalia Cardoso
“Modulador vocálico dinámico” de Alegría y Piñero. Foto: Natalia Cardoso

En la exposición se encuentran las formas de todas estas obras que trabajan como una sinfonía, como todas las piezas de un reloj. Unas capas sonoras y visuales que se entrelazan, algo propio de ensamblajes de la modernidad que aceptan diversidad de lenguajes aparentemente alejados entre sí. Todo esto genera una percepción que se encuentra en constante cambio. Se constituye así una especie de muaré donde se observa, primeramente, el contraste de lo industrial con lo orgánico: los materiales que pertenecen al mundo de los gestos maquinales, los medios técnicos y el peso de la imagen. Como en el lector panóptico “Umbráfono I”, de Enrique del Castillo, que interpreta películas de 35 milímetros sin emulsionar dando lugar a una composición que convierte la luz en sonido. Frente a estas piezas se encuentran otras cuyo soporte es más artesanal, cercano y cálido, con alto grado performativo, Pasa igual con la pieza “Modulador vocálico dinámico”, de Alegría y Piñero, y en la de Cristina Mejías, “Boca y hueso”, que contrapone la metodología del luthier a la tosquedad del afinamiento de la voz. En la obra de José Miguel Pereñíguez, “Todo es nada lo de este mundo si no endereça al segundo”, encontraremos esculturas en madera que se perciben como instrumentos musicales, preparados para funcionar y ser activados.

Ello nos puede hacer pensar en la ambivalencia del presente y de los vínculos: de los vínculos a través de las máquinas con otros humanos o de la propia proyección humana hacia lo industrial. Mi cuerpo no es propiedad, es relación. No es esencia, sino relación”, recitaba Niño de Elche en una referencia queer a la construcción del género. Todas estas relaciones vigentes de nuestro tiempo nos permiten abordar el engranaje de sentido producido en la exposición, pero apuntan más allá. En “Juan de Mairena”, Machado declaraba que la máquina más interesante construida por el hombre es el reloj. Y se preguntaba que, si solo puede medirse algo finito como es el tiempo, ¿para qué medirlo? En este caso, probablemente, medir el tiempo es medir la temperatura de un determinado momento histórico y social, en el que convergen ciertas problemáticas antaño ignoradas. Medir qué queda de nuestra herencia cultural en el presente, cómo la identidad se forja por oposición o cómo determinadas voces se silencian en favor de otros discursos mayoritarios. Estas cuestiones se plantean a través de modos estéticos que vienen a establecer que, para afrontar algún tipo de diálogo con el arte contemporáneo en todas sus vertientes, quizá sea necesario comprender el mundo en que se vive. El campo para quien lo trabaja”. Como el tiempo, que es para quienes lo preservan. ∎

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