Para poder leer el contenido tienes que estar registrado.
Regístrate y podrás acceder a 3 artículos gratis al mes.
Bum-ba-bum-boom. Cuando los bisoños protagonistas de “Ham On Rye” (Tyler Taormina, 2019; Filmin, 2021) escuchan este sonido, todas las conversaciones callan, como lleva sucediendo desde que las baquetas de Hal Blaine lo inmortalizaron en la introducción de “Be My Baby” de The Ronettes en 1963. No es esta la canción que suena en la película, sino “Tonight I’m Gonna Fall In Love Again” (1964) de The Teardrops, un calco spectoriano de la época. El efecto, sin embargo, es el mismo: el pop floreciendo ante unas miradas expectantes, ofreciendo una promesa de romance y futuro. Es la señal que esperan los jóvenes para iniciar un ritual de cortejo de mecánica bizarra, pero resultados perfectamente reconocibles. Hay quien encuentra una pareja que acepta el baile; otros pierden la conquista y deben irse a un rincón solitario mientras la música sigue llenando el aire, indiferente a las ilusiones rotas. Entonces, sucede lo inexplicable. Un haz de luz blanca sella, con su fulgor cautivador, unos besos inocentes, e invita a los enamorados a desvanecerse en el atardecer, con un efecto visual tan rudimentario como literal.
Esta fuga a lo fantástico marca el ecuador de la ópera prima de Tyler Taormina, y sirve para exponer la embarazosa sensación que las imágenes que el filme mastican desde el primer minuto: la de que la adolescencia se compone de experiencias a las que algunos tienen acceso y otros, sencillamente, no. La candorosa ocurrencia poética parece surgida de los Big Star más desconsolados, y acaso sea esa cualidad desarmante la que le lleva a uno a querer adoptar esta pequeña película con celo fanzinero, deseando compartirla con miradas afines y protegiéndola de todo mal.
El encanto de “Ham On Rye” también estriba en que su modestia alienada funciona como una inesperada caja de resonancia que lleva hasta otras obras. Puede que este sea un factor no del todo controlado, a tenor de la incomodidad que le producen ciertos paralelismos a su director (“Por favor, no la comparéis con Yorgos Lanthimos”, suplicaba en un comentario publicado en Letterboxd), pero resulta difícil escapar a las citas cuando ya desde el título se remite a la novela de 1982 en la que Bukowski relató los escasamente felices primeros años de su alter ego Henry Chinaski (traducido en la edición española como “La senda del perdedor”). En cualquier caso, las intuiciones de Taormina son suficientes para encapsular una tradición de visiones de la adolescencia que no circulan por los cauces de la mitología de pandilla delimitada por John Hugues en los 80, sino que tratan de reconstruir los misterios fugaces de dicha etapa vital, aquellos que se comparten en secreto para ser olvidados al acceder en la edad adulta.
Al inicio de la película, los protagonistas deambulan por las calles de su localidad, encaminándose con expectación al baile pero retardando el momento de la llegada mediante desvíos y pausas digresivas. El crisol de vagabundeos resultantes trae a la mente las películas que Gus Van Sant ha consagrado a la movilidad inquieta de la juventud, como “Elephant” (2003), “Paranoid Park” (2007), “Restless” (2011) o, si remontamos un poco la filmografía del cineasta, “Mi Idaho privado” (1991). Todas ellas están repletas de desplazamientos, cronológicos y físicos, como si sus personajes se resistieran a tener un punto físico de anclaje. Este ir y venir refleja la libertad de movimiento de unas criaturas que aún no se han comprometido con unas coordenadas fijas, pero se trata de un espejismo. A la vuelta de la esquina, a estos jóvenes les espera una experiencia más terminal que formativa: el choque con la muerte, ya sea a manos de otros, por enfermedad o como un accidente absurdo del que se es testigo impasible. El plano de Alex, el protagonista de “Paranoid Park”, cara a cara con el cuerpo cercenado y moribundo del guardia de seguridad que ha sido arrollado por un tren tras un forcejeo con el muchacho, bien podría entenderse como la declinación extrema de ese “encuentro con un cadáver” que generaba el sentido de la aventura en “Cuenta conmigo” de Rob Reiner en 1987, a partir de la novela corta “El cuerpo” de Stephen King de 1982. Con la diferencia de que Alex no está acompañado de sus amigos en el momento crucial. Su cruce con lo siniestro no es una catarsis, sino un trauma vergonzante, que lo aísla de su entorno.
Sofia Coppola también quiso mostrar cómo la adolescencia puede gravitar hacia lo funesto en “Las vírgenes suicidas” (2000). La adaptación del libro de Jeffrey Eugenides de 1993 está embargada de una languidez mórbida, donde las imágenes portan el germen velado de aquello que resulta inconcebible: el suicidio de las hermanas Lisbon, acontecido en una elipsis que suspende permanentemente a las protagonistas en las últimas horas de una tarde de verano; algo no muy alejado del fuera de campo que devoraba a las excursionistas de “Picnic en Hanging Rock” (Peter Weir, 1975).
La evaporación de algunos personajes en “Ham On Rye” no debe ser leída a partir de ese modelo, ya que la película participa del mismo gesto formal que une “La aventura” (Michelangelo Antonioni, 1960) con “The Leftovers” (Damon Lindelof y Tom Perrotta, 2014-2017), donde las desapariciones son eventos inasumibles para el relato, adherido precisamente a aquellos personajes que han quedado atrás. Es en este punto cuando empieza otro tipo de paseo, muy distinto al de los distintos compases del filme: los personajes recorren la noche con la cabeza gacha, recogiéndose en patios traseros donde se cocinan barbacoas insalubres. Casi parecería que Taormina siente el impulso de ajustar cuentas con otro de sus referentes insalvables, Richard Linklater, quien en el albor de los noventa entregó con “Slacker” (1990) el molde fílmico de una bohemia dorada (o, mejor dicho, tostada bajo el sol de Texas), con imágenes que beben de las mismas vibraciones que el “rock sin esfuerzo” de Pavement. Este cultivo de la nada es contemplado con pánico por Taormina, casi al modo de David Lynch, para quien el slackerismo es un exasperado universo paralelo; basta recordar el videoclip de su canción de 2011 “Crazy Clown Time”, o el “mundo de camioneros” entrevisto en el primer episodio de la tercera temporada de “Twin Peaks” (2017). Así, en el intervalo entre dos planos, “Ham On Rye” pasa de la melancolía de “La última película” (1971) al hastío de “Texasville” (1990), su destemplada secuela, ambas de Peter Bogdanovich.
Quizá los desorientados personajes de Taormina encontrarían algo de solaz si topasen con los de “El mito de la adolescencia” (2011), su pareja de baile ideal. El debut de David Robert Mitchell seguía a un elenco de jóvenes, cuyo espectro de edad se mueve entre aquellos que están a punto de entrar a la secundaria y quienes viven su primera crisis existencial en la universidad. De un modo u otro, todos están convencidos de que las horas estivales que están a punto de vivir significan un punto y aparte en su existencia, pero este los esquiva repetidamente. En los minutos finales, una de las protagonistas pronuncia una súbita revelación de madurez: “No todo tiene por qué suceder esta noche”. La frase arroja una enmienda a la épica de lo iniciático desplegada por George Lucas en “American Graffiti” (1973) y ofrece una salida al laberinto de fiestas de pijamas, piscinas nocturnas y fábricas abandonadas donde pegarse el lote por el que circula la película. Puede que no sea casualidad que, tras este filme, Mitchell volviera a visitar estos escenarios en “It Follows” (2014), donde las imágenes traen a la superficie un terror que la mayoría de obras citadas en este texto llevan implícito, como un inconfesable nudo en la garganta. ∎