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“Macbeth es Lady Macbeth”. Con esta escueta frase, incluida en el capítulo dedicado a la popular tragedia de William Shakespeare en “La semilla inmortal” (1995), Xavier Pérez y Jordi Balló sintetizaban una idea comúnmente aceptada: en “Macbeth” (1606), el papel que ocupa Lady Macbeth, el personaje femenino central, es prácticamente equivalente al del protagonista masculino, ese rey escocés poseído por un presagio –en una de las primeras escenas, tres brujas le aseguran que un día será rey– que él decide convertir, a la fuerza, en certeza. Es una noción habitual y, a la vez, no del todo ajustada a la realidad del texto: en “Macbeth” el protagonismo de Lady Macbeth se circunscribe a la primera parte de la obra y sus líneas de diálogo se espacian de forma notoria tras el asesinato –orquestado a cuatro manos por este matrimonio maduro– del rey Duncan. Shakespeare aún reserva para Lady Macbeth, en la última mitad, un monólogo emblemático: aquel en el que, sonámbula –y en prosa, como si el estado agitado de su alma no se ajustara al ritmo delicado del verso–, admite los crímenes cometidos y aúlla, inconsolable, ante la incapacidad de eliminar de sus manos unas imaginarias manchas de sangre.
¿A qué se debe, por tanto, la noción habitual de ese protagonismo compartido entre Macbeth y su esposa? ¿O la popularidad de un arquetipo femenino que ha pervivido en ficciones posteriores, bajo muy diversas formas? Pérez y Balló apuntan una de las líneas genealógicas evidentes que tienen su origen en Lady Macbeth: el arquetipo de la femme fatale del cine negro, esa “mujer fatal instigadora de crímenes” cuyo ejemplo emblemático sería la protagonista de la novela “El cartero siempre llama dos veces” (1934), de James M. Cain, así como de sus consecutivas adaptaciones cinematográficas, estrenadas en 1946 y 1981. No debería haber sorprendido a nadie, por tanto, que Joel Coen decidiera adaptar el famoso texto shakespeariano en “La tragedia de Macbeth” (2021; en España, estreno limitado en cines el pasado 12 de enero y ya disponible en AppleTV+), el primer proyecto en el que no cuenta con la colaboración de su hermano Ethan. La querencia de ambos cineastas por los claroscuros, morales y estilísticos, del cine negro –de “Sangre fácil” (1984) a “El hombre que nunca estuvo allí” (2001), pasando por “Muerte entre las flores” (1990) – permitían presagiar un “Macbeth” en clave noir y con el tono fatalista y la brillantez visual características de la filmografía coeniana. Como Lady Macbeth, Frances McDormand parece, justamente, culminar ese trayecto de adustas, inusuales, femmes fatales que inició con “Sangre fácil”, primera colaboración entre la actriz y el cineasta que poco después se convertiría en su marido.
Dejando a un lado a personajes de ficción construidos con elementos prestados del arquetipo –un ejemplo evidente es el personaje de Laura Linney en “Mystic River” (Clint Eastwood, 2003)– y centrándonos en las principales adaptaciones cinematográficas que se han hecho de la obra, se puede profundizar en las causas de la relevancia popular de Lady Macbeth y su posible naturaleza transgresora. “La tragedia de Macbeth” es la última –y notable– aportación a una lista de nombres ilustres: Orson Welles (1948), Akira Kurosawa (“Trono de sangre”, 1957) y Roman Polanski (1971) ofrecieron sus respectivas visiones del texto, a la que se sumó la actualización –a medio camino entre el realismo y la estilización abrumadora– llevada a cabo por el australiano Justin Kurzel en 2015. Cada una de estas versiones presenta a una Lady Macbeth que es, a la vez, igual y distinta a las demás; y es en estos desajustes donde se puede intuir no solo la diversa percepción que cada autor tiene del personaje, sino el carácter complejo, poliédrico –en cierto modo, inasible– del mismo.
Diversos estudios académicos han subrayado uno de los elementos con mayor potencial transgresor del personaje: su naturaleza híbrida, entre géneros. Lady Macbeth es una mujer, pero, en diversos momentos, los versos de Shakespeare permiten integrar en esa apariencia femenina “normativa” características consideradas, tradicionalmente, como masculinas. Su monólogo de presentación es ejemplar en este sentido: tras recibir una carta de su esposo en la que le explica el presagio de las brujas, Lady Macbeth despliega una ambición y un ansia de poder desmedidas que van acompañadas de una crueldad implacable, necesaria para cumplir sus propósitos. Si, en el orden heteropatriarcal tradicional, la ambición y la crueldad son características típicamente masculinas, Lady Macbeth debe alejarse de su feminidad normativa para alcanzarlas. El texto subraya dicha transgresión al hacerle exclamar: “Venid, espíritus que servís a propósitos de muerte, asexuadme (“unsex me here”, en el inglés original) y llenadme de los pies a la cabeza de la más ciega crueldad. Venid a mis pechos de mujer y cambiad mi leche por hiel”.
“Macbeth”, un texto abierto a múltiples lecturas e interpretaciones, oculta en su seno un misterio: ¿tuvieron un hijo o hija los Macbeth? Si es así, ¿dónde está, por qué no hay ni rastro del mismo? La gran tragedia del protagonista es que las brujas pusieron en su cabeza “una corona infecunda” y, en sus manos, “un cetro estéril”. Es decir, Macbeth no tiene un heredero que continúe su linaje, por lo que se ha condenado para siempre para acabar legando el trono a alguien que no es de su sangre. La idea de los Macbeth como un matrimonio estéril, sin descendencia, se aborda en diferentes momentos en el texto y en las diversas adaptaciones cinematográficas. Sin embargo, en todas ellas también se incluye una misteriosa frase de Lady Macbeth que ha dado pie a múltiples especulaciones. Cuando Macbeth duda si matar o no al rey, su esposa lo increpa, obligándolo a asumir su juramento: “Yo he dado el pecho y sé lo dulce que es amar al tierno ser que amamantas. Aun así, aunque sonriendo me mirara, le hubiera arrancado el pezón de sus encías y aplastado los sesos, si lo hubiera jurado, como tú lo has jurado”. Es una sentencia que asombra por lo que se deduce de ella –Lady Macbeth dio a luz, en algún momento, a un bebé– y por la extrema crueldad que destila. Una fantasía intolerable –que imagina la muerte violenta de un niño– que, de hecho, presagia uno de los momentos más escalofriantes de la obra: la del salvaje asesinato de Lady MacDuff y sus pequeños hijos por orden de un ya totalmente poseído Macbeth.