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Han sido y son la banda más rara de cuantas sobrevivieron a aquello que hace doce o trece años se llamó tecno-pop, pero continúan siendo los amos en lo uno y en lo otro: algunos de sus temas son especialmente venerados por los maestros de la generación techno de Detroit, lo cual no quita que sus excelentes momentos de pop intenso y emotivo hayan sido capaces de encender los ánimos de toneladas de fans adolescentes. Este álbum vuelve a demostrar que Depeche Mode poseen un espacio propio entre la cultura de masas y el circuito “alternativo”.
Siguen apoyándose en lo mismo que les hizo grandes: unas composiciones simples, directas y pegadizas que convierten en impactantes logros sonoros gracias a un cuidadoso trabajo que hace del sonido algo casi tangible. Su habitual tendencia a lo oscuro y solemne sigue traduciéndose en inspirados himnos, ahora de una definitiva espiritualidad que trasciende el efectismo sonoro, ya sea este acústico o bien industrial. Nunca Dave Gahan había cantando con tanta versatilidad y entrega, nunca la vocación experimental del tándem Wilder/Gore –junto a Flood en la producción– había construido atmósferas de corte tan sutil y a la vez tan épico como las que contiene este álbum. Son once canciones de auténtica fe y devoción, once oraciones que justifican plenamente lo grandilocuente del título.
Sin necesidad de caer en argumentos de honestidad o madurez –tan útiles hoy en día para justificar una obra aburrida y mediocre–, podría afirmarse que, como U2 o incluso The Cure, Depeche Mode acaban de entrar en una nueva etapa; y lo han hecho, además, a lo grande, probablemente con su mejor disco después de “Speak & Spell” (1981). ∎