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“Departing Like Rivers” es el primer disco que firma y produce Sam Shackleton en solitario en nueve años. De hecho, es tan solo el tercero así realizado –maxis y participaciones en discos colectivos aparte– de una vasta discografía en constante lucha contra el encasillamiento caracterizada por las colaboraciones con personajes tan dispares como su coetáneo en los orígenes del dubstep Pinch, el excéntrico vocalista italiano Ernesto Tomasini, la inclasificable Anika o el clarinetista polaco Waclaw Zimpel, entre otros. Con todos ellos ha dado rienda suelta en distinta medida a su fijación –acrecentada durante sus estancias en países como Marruecos, Turquía o Hungría– por las percusiones tocadas a mano, los tambores africanos, del norte y subsaharianos, del medio y extremo oriente, o los gongs, campanillas y martilleos metálicos del gamelán de Java y Bali; lo que sumado al empaste con atmósferas electrónicas digamos oscuras lleva inevitablemente a pensar en el legado que dejó el desaparecido Muslimgauze. Esta vez no iba a ser una excepción.
Aunque cuenta el británico (actualmente radicado en Berlín) que se lo imagina como una escucha apropiada para la mañana siguiente a una noche de juerga, no estamos ante los sonidos típicos del chill out, ambient o (sus palabras) ñoñerías de mesa camilla. Lo dice más bien por requerir un estado mental predispuesto y expansivo. Habrá quienes aprecien cierto sesgo espiritual, que no místico, envuelto en una trama de misterio inaprensible a la que contribuyen esas voces apenas distinguibles que hablan, tararean o cantan como perdidas en la niebla, y que él asegura proceden mayormente del folk de su tierra a modo de asidero emocional (suerte a quien se proponga descubrir su procedencia concreta). Pero el disco en general es cualquier cosa menos amable. Antes al contrario, exige atención plena en su discurrir por sonoridades telúricas y fantasmales desde la primera nota, el mazazo sintético que abre la sinuosa suite “Something Tells Me/Pour Out Like Water” como rompiendo el recipiente del que surge un caleidoscopio onírico no siempre luminoso de sonidos y líneas melódicas y percutivas.
La estructura de sus siete cortes –solo uno por debajo de los cinco minutos y tres por encima de los diez– evita las repeticiones cíclicas propias de la música popular occidental, sea o no de baile, o de las que buscan un efecto hipnótico que lleve al trance. Mejor cabría decir que fluyen metamorfoseándose de una fase a otra como etapas de un trayecto interior que nunca vuelve sobre sus pasos. En “The Turbulent Sea” hay una placidez engañosa, quizá debida a su ortodoxo arranque gamelán, para luego sumergirse en un enjambre sónico de paisajismo desolador que no abandonará en todo el álbum. En la ventosa y acuática “Shimmer, Then Fade” acaban intuyéndose voces que podrían ser góspel. “The Light Was Hidden” acelera el pulso con lo que parece un bansuri hindú (la flauta de hipnotizar serpientes) hasta alcanzar entre tintineos y fraseos paseantes de notas graves unos cantos de monjes que lo mismo pueden ser tibetanos que gregorianos (probablemente no sea ninguno de los dos). Y el palitroqueo de la orientalizada “Few Are Chosen” da paso a un epílogo que no es que contradiga su título, “Transformed Into Love”, pero que necesita una extensa puesta en situación antes de volcarse en una redentora coda rítmica que, no me hagan caso, sería el reverso de “The Festival Of Death”, con la que concluye el “Eskimo”(1979) de The Residents.
Prácticamente terminado antes de que empezara el confinamiento, a Shackleton le ha salido un ejercicio introspectivo perfectamente apropiado para acompañar estos tiempos confusos. Un viaje mental donde nunca queda del todo claro dónde acaba la meditación y empieza la paranoia. O viceversa. ∎