Aunque la tradición pastoral norteamericana sea, en esencia, el wéstern cinematográfico, todavía no ha nacido un director capaz de trasladar al celuloide la aterradora y diamantina dureza de las novelas de
Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933). No lo consiguió Billy Bob Thornton en “Todos los caballos bellos” (2000). Y ni siquiera el mejor Sam Peckinpah podría recrear en plenitud
“Meridiano de sangre” (1985; Debate, 2001), según el crítico Harold Bloom, la más negativa de las visiones estadounidenses, “Moby Dick” incluida. Por algo Herman Melville y William Faulkner representan el ideal al que tanto se aproxima un escritor que año tras año aparece en las quinielas del Nobel de Literatura sin quebrar su eremítico retiro. Una costumbre, la de vivir en una caravana estacionada en algún lugar de Nuevo México y evitar entrevistas, que no ha impedido que su reciente
“The Road” (2006) se encarame a lo más alto de las listas de ventas de su país arrastrando a la anterior,
“No es país para viejos”, publicada en inglés en 2005.
“Las cosas pasan porque pasan. No te preguntan primero. No te piden permiso”, se le oye decir a Llewelyn Moss, un veterano del Vietnam que durante una jornada de caza encuentra dos millones de dólares en el escenario de un sangriento tiroteo entre narcos. Se los queda, claro que se los queda. Y al quedárselos se convierte en la presa de una batida donde están implicados Carson Wells, exagente de las Fuerzas Especiales reciclado en asesino a sueldo; Anton Chirgurh, un desalmado sicario de gatillo implacable y abyectos principios, y Ed Tom Bell, sheriff del condado tejano de Terrell, un representante de la ley atrapado por su pasado que, a punto de jubilarse, comprueba apesadumbrado que el mundo que ha intentado ordenar no tiene ningún futuro. La desolación de los hombres de bien, el coraje de quienes encarnan su contrario y la derrota de ambos ante el dictado de un destino fatal reaparecen aquí como puntos cardinales del universo McCarthy. Pero lo hacen de una forma diferente, desnudos de la piedad y el lirismo de sus descripciones, a caballo de monólogos interiores y fascinantes elipsis, lanzados a tumba abierta hacia el corazón del lector en un thriller brutal que, de haber nacido filme, compartiría la elegancia de “Sin perdón” (Clint Eastwood, 1992), el sentido del ritmo de “Uno de los nuestros” (Martin Scorsese, 1990) y la quirúrgica precisión de “Una historia de violencia” (David Cronenberg, 2005). ∎