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Ah, los Sackler. Archivillanos de carne y hueso. Una dinastía de malignos filántropos, de detestables hombres de negocios con un buen montón de cadáveres nada metafóricos en el armario. La clase de familia que haría pasar a los Roy de “Succession” por simpáticos y adorables emprendedores. La clase de gente capaz de reescribir la historia de Estados Unidos empleando una única palabra: OxyContin. O, si lo prefieren, dos: Valium y OxyContin. Ellos son, memoricen su nombre, los responsables más o menos directos de que haya cerca de dos millones de adictos a los opiáceos en Estados Unidos y de que la demanda de heroína se haya disparado en el país. También de que cerca de 450.000 personas hayan fallecido por sobredosis desde que en 1995 se empezó a comercializar un potente y adictivo analgésico que ha generado más de 35 billones de dólares en ventas y sobre el que se ha levantado uno de los negocios más turbios, infames y perversos de la historia.
Lo explica a la perfección Patrick Radden Keefe (Massachusetts, 1976) en “El imperio del dolor” (“Empire Of Pain”, 2021), abrumadora investigación periodística con la que el reportero de ‘The New Yorker’ desnuda la ambición desmedida de los Sackler y repasa la historia de una familia instalada en la cima de la industria farmacéutica y asociada durante años a instituciones culturales y educativas de peso como el Louvre, el MET, el Guggenheim y las universidades de Harvard y Oxford, entre muchas, muchísimas otras. Como ya hiciera con “No digas nada” (2019), su impecable aproximación al conflicto norirlandés a partir de las luchas intestinas en el IRA, Radden Keefe se las ha tenido que ver con una intimidante montaña de documentación (a saber: 200 entrevistas, 40 cajas de documentación y 58 páginas de notas) y, esto sí que es nuevo, con infinidad de cartas amenazantes llegadas desde poderosos bufetes de abogados. A su paso por Barcelona el pasado mes de septiembre, el autor explicó que mientras trabajaba en el libro incluso se las tuvo que ver con supuestos detectives privados contratados para vigilarlo y, en última instancia, intimidarlo.
Una pista, otra más, del mundo que habitan los Sackler, dinastía que empezó a cobrar relevancia a mediados del siglo pasado de la mano de Arthur Sackler, hijo de un inmigrante ucraniano que estudió medicina e hizo fortuna diseñando la agresiva campaña comercial del Valium. Él fue quien cambió las reglas del juego al detectar que lo importante no era influir en el paciente, sino conseguir que los médicos recetasen sus medicamentos. Y si para eso había que falsear informes, inventar estudios clínicos o sobornar a técnicos encargados de dar el visto bueno a los nuevos fármacos, se hacía. Y punto. Con la primera piedra del imperio llegó también el virus de los Médici y los delirios de grandeza: parte de la fortuna que empezó a amasar Arthur sirvió para “comprar” espacios en la Smithsonian y en el MET. De hecho, uno de los capítulos más delirantes de “El imperio del dolor” tiene que ver con el templo egipcio de Dendur y las maniobras de Arthur Sackler para conseguirse un ala en el museo neoyorquino.
Pero si Arthur es el protagonista de la primera mitad del libro, en la segunda no hay quien le tosa a su sobrino Richard, responsable del lanzamiento del OxyContin a través de Purdue Pharma, la farmacéutica de la familia. ¿Su gran logro? Convencer a la comunidad médica de que aquel derivado del opiáceo era más suave que la morfina y de que apenas un 1% de los pacientes desarrollaría adicción. Una patraña para la que los Sackler no repararon en gastos y enviaron a un auténtico ejército de comerciales para persuadir a unos galenos deseosos de dejarse convencer. Porque los médicos, cómplices necesarios, también tienen parte de culpa en esta historia de ambiciones desmedidas, culto ciego al dinero y escrúpulos en paradero desconocido.
Ahora, medio millón de muertos y 2500 demandas civiles después, el daño causado es tan evidente y de tal magnitud que algunas instituciones han empezado a retirarle el saludo a los Sackler y a borrar su huella filantrópica de museos y universidades. Lo que no desaparecerá es la sobrecogedora historia de una familia que, como expone Radden Keefe, encarna como pocas las corrupción de todo el sistema y la podredumbre que campa a sus anchas en los grandes salones del turbocapitalismo contemporáneo. La semilla del mal, concentrada en una pastillita de treinta miligramos. ∎