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Hay mucho por reflexionar después de esta segunda edición del Festival Brillante, especialmente en lo que se refiere a los modelos para este tipo de eventos. A tres semanas de su inicio, la organización anunció por sorpresa, pillando a todos un poco a contrapié, que el festival pasaba a ser gratuito y que se reducía a dos jornadas (con el consiguiente recorte del cartel), optando así por una solución que puede ser interpretada de varias maneras.
En primer lugar es honesta y es valiente porque supone en parte reconocer el fracaso de la venta de entradas y, por lo tanto, de la acogida del cartel –que es, en definitiva, lo que termina convenciendo a la mayoría de los que compran un boleto– o de la propuesta general. También es práctica: cancelarlo todo con tan poco margen conlleva gastos a fondo perdido; mantenerlo es más caro –seguro–, pero deja abierta la posibilidad de recaudar en las barras, del merchandising, de la venta de espacios publicitarios y quizá el impacto se pueda minimizar e incluso ser finalmente rentable; habrá que ver los números. El caso es que al final las dos jornadas estuvieron bastante bien de asistencia, llegando a tener que cerrar puertas durante el concierto de una Amaia que disfrutó del mayor poder de convocatoria.
Quedan muchas preguntas a las que intentar dar respuesta. ¿Estamos dispuestos a desplazarnos a Chapinería, a 40 minutos en coche o bus de Madrid, por Amaia o Julieta Venegas? Parece que la respuesta es sí, pero que el precio no acompañaba. O que por ese precio la oferta musical no convence y sería necesario plantear un salto de nivel, algo que realmente nunca ha sido una opción. ¿Volverá a hacerse Brillante? Y en ese caso: ¿se planteará desde el principio como evento gratuito? Hacerlo como este año, a ciegas y partiendo de la base de la escasa venta de entradas, provoca evidentes contrastes en cuanto a ciertas previsiones estructurales: barras o transfers insuficientes que tuvieron que reforzarse un poco sobre la marcha en vista de la entiendo que sorprendente afluencia de público, por ejemplo. Pero asumir que el problema no está en Chapinería quizá es un gran aprendizaje de cara al futuro.
Lo que está claro es que allí uno en general se encuentra a gusto, se encuentra bien. El ambiente es familiar, el pueblo se esfuerza por acoger las necesidades de la pequeña marabunta –el sábado muchos locales se quedaron sin pan a la hora de comer–, la organización está siempre atenta y los precios son populares, cosas que ayudaron a plantar cara al calor abrasador que ha protagonizado todo el fin de semana, que evidentemente se sufre más en un evento en su mayor parte diurno y en el que, además, los escenarios están situados al sol.
Amaia fue la absoluta protagonista de una jornada, la del sábado 17 de septiembre, que estuvo marcada por los titubeos iniciales de la organización, expectante ante una inesperada afluencia de público que se confirmó con rotundidad antes del concierto de la pamplonica. Aunque poco a poco se fueron resolviendo los contratiempos, volvieron a aparecer hacia el final con una estampida hacia los buses lanzadera que la organización capeó con refuerzos especiales: nadie se quedó abandonado en Chapinería, pero sí se vivieron algunos momentos de tensión.
Ninguno opacó el talento de la exconcursante díscola de “Operación Triunfo”. Cerró la gira de su último trabajo sin sorpresas pero confirmando una vez más su peculiar talento en brazos de una voz prístina y llena de matices, su actitud naíf pero ligeramente combativa y un cancionero sólido que va oscilando entre el clasicismo expansivo de “Pero no pasa nada” (2019), su primer disco producido por Santiago Motorizado, y la concreción pop del todavía reciente “Cuando no sé quién soy” (2022). “La canción que no quiero cantarte” –que interpreta también sola a piano interpolando el “Ave María” de David Bisbal– o “El encuentro” le dan otra dimensión a su show, pero sigue siendo en momentos como “Quedará en nuestra mente”, “El relámpago”, “Bienvenidos al show” o su preciosa versión de “Fiebre” (Bad Gyal) cuando Amaia despliega su carisma y su candoroso magnetismo.
Antes de ella, Los Blenders –bastante descafeinados– suspendían la prueba de enchufarse después de unos Viva Belgrado apoteósicos. Sorprendidos por la cantidad de público presente y ligeramente emocionados, los cordobeses dieron un concierto intenso en el que dejaron claro el sutil viraje hacia paisajes más luminosos que han experimentado en los últimos años y que los acerca a una versión muy nuestra de Deafheaven. Hacia la hora de comer, la peor franja del Brillante, la mallorquina Sofia sufrió para sobreponerse al calor justiciero a base de oscuridad y sintetizadores, e Irenegarry se confirmó como uno de los nuevos valores con mayor acogida entre el público más joven del festival, ese que avisa de un interesante y notorio “relevo generacional”. Más intergeneracional es la propuesta de La Élite, que pusieron el colofón a la noche con su karaoke no apto para niños: una bomba de punk makinero guarro con más enjundia de la que aparenta y una actitud que recuerda mucho a la de Sleaford Mods.
Aunque no se llegara a colgar el cartel de “aforo completo”, como sí sucedió con el concierto de Amaia, la sensación que dejó el domingo 18 de septiembre fue la de mayor asistencia general en cualquier jornada del Festival Brillante hasta la fecha. Algo que ya se empezó a intuir desde primera hora de la mañana, con la actuación de Nueve Desconocidos en la plaza. El alicantino Ares Negrete plantó su torre de sintetizadores y sorprendió con una visión muy personal de la música siniestra, cruzando referencias que van desde el glam hasta lo gótico y desde el tecnopop y la new wave de los 80 hasta estándares más inesperados de nuestra canción pop como Manolo García o Bunbury.
Durante toda la tarde, vimos pequeños –algunos no tanto– grupúsculos de fans: muchos gitanos se acercaron a ver a Israel Fernández en una hora bastante insólita para un flamenco, por ejemplo. Y se produjo un notable desembarco mexicano en Chapinería para disfrutar de Kevin Kaarl o de Julieta Venegas. Los tres salieron por la puerta grande del festival. Fernández porque derrocha humildad y atesora una voz estremecedora, ronca pero delicada como un tallo, especialmente cuando le da por reivindicar a Rafael Farina, y porque Diego del Morao es uno de los mejores guitarristas de España ya sea por fandangos o tientos –palos en los que se revela como un auténtico maestro–, por mineras –tremendo el “Caminito de Totana”– o por bulerías.
Kevin Kaarl porque qué gusto ver una propuesta tan sincera –el folk intensito y con vocación pop que define a Marcus Mumford o los primeros trabajos de Bon Iver– y tan bien llevada, con solo dos músicos en escena que parecen cinco y que se reparten guitarra, bajo, teclado y sintetizador, un pad rítmico y hasta trompeta. Y Julieta Venegas porque es una de las grandes voces de la música latinoamericana y porque, aunque su romanticismo puede llegar a empalagar, cuenta con un manojo de canciones inolvidables y un interesante nuevo disco bajo el brazo –saldrá en noviembre– que redondea el repertorio. También porque a su concierto le sienta bien la noche en todos los sentidos y por su manera honesta de invocar los ecos tradicionales de la música latina en comunión con el ska, con el R&B, con el funk o, en definitiva, con el pop en su forma más inocente y pura. O, bueno, porque me subió el porro en “Me voy” y se me cayó la lagrimita.
Antes, Shego se dieron seguramente el mayor baño de masas del escenario Jägermeister y bajaron considerablemente la media edad de las primeras filas, demostrando un tirón imparable entre el público más joven. Un poco lo contrario que le pasa a rebe, que hipnotizó a una audiencia más madura en el escenario del patio, resguardándose del sol entre las sombras, mientras versionaba muy a su manera “Corazón partío” (Alejandro Sanz). El pop-punk dosmilero de Samuraï –algo flojos–, la solvencia entre rockera y bailonga de Alavedra –y su sentido cómico del espectáculo, cómo no– y la interesante combinación que hace Judeline del R&B californiano, el UK bass à la Jamie xx y las playas de Cádiz –ojo a ella, aunque todavía está algo verde en directo, tiene una visión sonora que promete– conectan más con la nueva generación de público, que ya es realidad para un festival que parece haberse comprometido a ejercer de puente y que sabe que los relevos implican necesariamente transiciones.
No creo que muchos zetas conecten con la música de Nacho Vegas, pero me cuesta pensar que no disfrutaran el que seguramente fue el mejor concierto del ciclo. El asturiano ni amagó con aligerar parte alguna de su impecable traje de crooner frente a un sol abrasador, ni siquiera tras inundarlo en sudor como buen obrero de la orfebrería pop. Reivindicó el derecho a sindicarse e izó una bandera de la CNT, poniendo el mensaje por delante. Y desgajó sus últimos discos, una estimulante madurez creativa, al calor de una banda que pone la precisión por encima del impacto y con empaque para llenar grandes recintos.
Ya veremos si Brillante repite o no, pero que juega en una liga diferente por lo extraño y hasta por lo romántico de su propuesta es la mayor confirmación de esta segunda edición. ∎