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Firma invitada / Despachos desde el fin del mundo

Corazón de poeta (una casa en llamas)

16. 09. 2021

A

veces uno se encuentra con obras fuera de tiempo. De tu tiempo. Y (por cierto) del tiempo en que apareció y ahora te parece nueva, relevante. Uno llega a estas glorias a destiempo, atrasado. Esa es la sensación que te embarga: la de llegar tarde. ¿Lo es? O ¿acaso nunca es tarde y todo lo que no conoces tiene la oportunidad de parecer nuevo?

Ahora tengo un nuevo ídolo literario, se llama David Wojnarowicz. Quizá ya sepan de él o a lo mejor han visto las retrospectivas de su parte visual en importantes museos (como la que acogió el Reina Sofía en 2019). Incluso hay un nuevo documental –“Wojnarowicz: F**k You F*ggot F**ker” (Chris McKim, 2020)– que ha estado circulando por el circuito de los festivales. Wojnarowicz no es un artista nuevo. Antes de morir de sida a los 32 años, en 1991, ya estaba claro que iba a tener un lugar en el mundo del arte. Lo que sorprende es otra cosa: que sus escritos, que fue lo primero de sus innumerables acciones, serían no solo sus profundos pilares, sino su obra mayor.

Al menos para mí.

Wojnarowicz, durante unos años, se dedicó a fotografiar máscaras de papel de la cara de Rimbaud en diversos sitios más bien infectos, interviniendo esa urbe en decadencia llamada Nueva York. Aunque dejó la poesía de muy joven. Lo curioso (lo asombroso, lo fascinante) es lo poético de su prosa y su capacidad para alzarse como un escritor de primera línea sin haber escrito ni publicado. Debajo de todas sus múltiples facetas, quizá la más importante era vaciar su corazón de poeta en cuadernos que, más que diarios, eran bitácoras de sus emociones. Escribo esto sin leer “The Waterfront Journals” (1996), su colección de monólogos inspirados en los seres al margen que conoció cuando, abandonado y abusado desde muy joven, tomó el llamado de Kerouac y los beats. Algo me dice que con sus diarios, que se leen como una novela de formación, basta. Igual, ya encargué sus memorias editadas como una suerte de despedida.

El no haber llegado antes a “En la sombra del sueño americano” (1998; Caja Negra, 2021) me apena, aunque basta fijarse en el título para comprender por qué Wojnarowicz me parecía lejano y hasta un artista más político que personal, cuando pocos han llevado más al límite el concepto de que lo personal es, también, político. Sus diarios, escritos entre 1971 –la parte un chico solitario de 17 años que va de campamento es muy “Cuenta conmigo” (Rob Reiner, 1986)– y 1991, merecían un título mejor.

Todo lo que sucede antes de que Wojnarowicz se convierta en Wojnarowicz es sublime y no está marcado por la ideología, el pudor, la rabia o la idea de que –quizá– te puedan leer después. La primeras tres cuartas partes de su novela/diario no son un testimonio, sino la posibilidad de ingresar en una suerte de work in progress emocional de un artista cachorro, que no solo debe entender su voz y lo que desea expresar, sino también sus deseos y sus sentimientos. En efecto, la voz de la rabia activista dudó de su sexualidad y no le fue tan fácil salir del clóset, aunque no era capaz de dominar su deseo al deambular por los muelles abandonados o las callejuelas de Greenwich Village.

Más que la sombra de América, el diario nos ofrece un portal a la creación de una sensibilidad global que supera su país y su idioma. Hay decenas de posibilidades extraídas del mismo texto. Pero como sucede con los artistas jóvenes, que desaparecen antes de tiempo y que no tienen la posibilidad de mirar hacia atrás, su obra al final cayó en manos de otros. Todos, al final, tienen su agenda y Wojnarowicz prendió más como mártir y artista revolucionario que como un joven torpe y aterrado de sentir demasiado.

Todo esto siento al subrayar estos diarios, que superan con creces los de muchos iconos queer. El síndrome de no-haberme-enterado-antes me provoca algo de culpa, incluso de pena (esa nostalgia por lo no-vivido, esa melancolía por las oportunidades desperdiciadas), pero también provoca una sensación de oportunidad. Mejor ahora que nunca, desde luego. Quizá ahora soy otro y la obra (el autor, su mito, su prestigio) también. La distancia –se sabe– puede jugar a su favor en muchos casos.

“¿Qué pensaré de todos estos garabatos dentro de diez o treinta años? ¿Dónde estarán Kim o John o yo mismo en relación con todo esto tal como es ahora? Como si un ojo-telescopio en lenta revolución hacia un futuro imposible o ficticio de pronto se replegara y volviera al pasado. Zoooommmm…”.

David Wojnarowicz murió 14 años después.

Hay artistas a los que es mejor acercarse (fascinarse, marearse, sobregirarse) cuando ya tienes algo de pasado y tu disco duro está lleno, pero listo para “resetearse” o, al menos, limpiarlo para dejar espacio para gente nueva.

Uno de pronto se sorprende, entre la adrenalina del descubrimiento y la rabia por no haber tenido del todo la conciencia que existía y podía ser un aliado; entras en un estado de mareo. ¿Fue tu culpa o debes cambiar de fuentes de información? Llegué a Wojnarowicz por un amigo que lee atento y entre líneas. Él me lo recomendó: “Debes leer esto”, me dijo, serio. Debes. Leerlo. Cuanto. Antes. Me lo compró con descuento. Nos juntamos en una esquina durante una cuarentena y me pasó el libro como si fuera droga. Por un momento, pensé: “Qué agotador es F”. Aunque leyéndolo, me dije: “Vaya, ahora entiendo por qué deseaba que nos conociéramos”.

Match.

¿Acaso otro puede elegir mis propias lecturas? No siempre. Debo ser sincero: no me atraía del todo. No me tincaba. Me parecía que era más razón que emoción, más teoría que práctica. Los prejuicios dicen tanto de uno como sus fascinaciones. Al ingresar a su voz (a su mundo, a sus miedos, a sus carencias), me sentí, de pronto, en la universidad de nuevo y con esa edad en que todo era más intenso.

A lo mejor Wojnarowicz me hubiera salvado de mucho.

“¡Qué bueno que te encontré a tiempo!”, piensas mientras lees y buscas otros libros del autor. Entras a la red para buscar videos, reseñas, bajas por Kindle el resto de su obra que no está traducida. Insistes: ¿dónde estaba yo, te dices, cuando tal o cual artista estaba lanzando sus voces (y mensajes y datos y sabiduría y poesía)?

Cuán perdido estaba.

Sí, lo sé, estaba perdido, pero no tanto.

Por qué no me llegó cuando me debió llegar (cuando lo necesitaba más, digamos). Una respuesta que me tranquiliza es: no estaba preparado. No estaba del todo conectado. O, incluso, a lo mejor, no lo necesitaba. A veces uno está muy atento a lo nuevo, a los hits, al zeitgeist. Con ciertos compañeros de ruta sucede que a veces uno se adelanta (lo admiraba antes que todos). Con otro, llegas justo a tiempo. Con otros, como Wojnarowicz, llegas tarde. Da igual. Lo importante es que ahora lo siento entre los míos. Desde hace una semana ya lo siento parte de mi obra, incluso creo que me influenció sin haberlo leído (lo que no es cierto, claro) o, a lo mejor, es hora de dejar que me contamine.

En la ducha (o en la tina), meditas: es altamente probable que a lo mejor nunca hubieras llegado a leer a Wojnarowicz porque, ahora que lo piensas, el nombre te era levemente familiar, una vez incluso compraste un libro donde aparecía un texto suyo en la legendaria librería Strand de Nueva York. Fue a comienzos de los 90. El libro era atractivo y olía a prohibido: “High Risk. An Anthology Of Forbidden Writings” (1991). Wojnarowicz estaba entre medio de autores como Burroughs, Gary Indiana, Kathy Acker, Mary Gaitskill y Dennis Cooper. Era un libro complicado, urgente, sin duda, avant garde. Muy lejos de mí o muy experimental. Me pareció poco inspirado. No pude conectar. El texto de Wojnarowicz se llamaba “Being Queer In America”, pero yo necesitaba otra cosa. Yo quería ser queer y escritor, sí, o quizá quería ser ambas cosas de manera separada. Y no necesitaba o quería serlo en América (del norte). Para ser raro en español y en Sudamérica había que serlo a escondidas o entre líneas o en privado.

En sus diarios, el joven de anteojos y demasiados dientes no le escribe a todos, se escribe a sí mismo para entenderse y, de paso, entender el mundo. Va a los muelles a buscar sexo anónimo y celebratorio en esos setenta antes del sida, pero no puede dejar de conectar con la creación canónica del niño salvaje de Mark Twain: “… llegué hasta el borde del muelle y me senté con las piernas colgando a lo Huckleberry Finn en su eterno bote mientras las olas pasaban tranquilas hasta que alguna se alzaba en un enorme SPLASH provocado por un barco de paseo o un remolcador. La luz del sol fluía sobre los acantilados de Nueva Jersey dejando ver una arquitectura dispersa de docks y almacenes y barcos sin forma clara, desdibujados por la luz naranja de tarjeta postal…”.

La aparición en español de “En la sombra del sueño americano”, gracias a los audaces de Caja Negra, debe ser celebrada y agradecida. Sí: fue un gran artista multidisciplinario, usó su arte para combatir un silencio que equivalía a muerte. Fue parte de un grupo de artistas queer clave para liberar el arte y de paso a la sociedad (fue novio del notable fotógrafo Peter Hujar, que retrataba a chicos que parecían estar llorando, pero eran sus orgasmos).

Mucho antes de que se contagiara del virus, escribió de otra enfermedad pandémica: “Si hay algo difícil es escribir sobre alguien que te importa muchísimo mientras los sentimientos y las proyecciones negativas están todavía acomodándose en la búsqueda de equilibrio hacia una perspectiva más clara del asunto”, escribió a los 22 años.

Wojnarowicz fue contemporáneo del colombiano Andrés Caicedo. A ambos les interesaba todo: cine, teatro, escribir, la música. Ambos eran de esos fans a los que no les bastaba solamente con estar al otro lado, sino participar y, por cierto, crear. A los dos, la curiosidad (incluyendo la sexual) los llevó por precipicios y alteraron a los que los rodeaban hasta aterrarlos. Caicedo no escribió un diario ordenado, era quizá muy tartamudo o bipolar, pero usó las cartas como su propio periódico personal para despachar y expulsar sus emociones, dudas y toda su trivia. Escribieron a solas, al mismo tiempo, cartas o textos sin destinatarios. Caicedo soñaba con Hollywood y el cine antes de matarse, deambuló por Los Ángeles y Houston atemorizado de que lo violaran productores de cine o de caer en las redes homoeróticas que lo fascinaban. Caicedo se mató en 1977 a los 25 años el día que le llegó por correo su primera novela. ¿Qué hubiera pasado si Caicedo no se hubiera tomado tantas pastillas sentado frente a su máquina de escribir? ¿Hubiera tomado un camino similar? Ellos lograron que sus textos inéditos, ordenados por otros, se transformaran en el pilar de su obras: estos diarios y esa suerte de autobiografía titulada “Mi cuerpo es una celda”–actualmente fuera de circulación, armé este libro a partir de sus cartas, muchas de ellas enviadas a críticos de cine que no conocía en persona, quizá adelantándose a las amistades virtuales–. Además, miraban todo con una cierta inocencia e intensidad que era muy poco conveniente para desenvolverse en sociedades bárbaras

Wojnarowicz no se suicidó, pero fue atajado en su mejor momento. David idolatraba a los poetas malditos franceses y terminó en París, donde entendió que era intensamente americano y que debía usar su vida como cantera para crear más que intentar desgastarse para convertirse en otro. El resto debía aceptarlo como era o desecharlo. Creía poder resistir esas opciones. Lo que no podía aceptar era ser como los demás o como él no quería ser. Su poética fue la de reinventarse siempre. Todo no era suficiente. Por eso, quizá, fue músico (fue parte de la banda post-punk y no wave de corta duración de “sonidos encontrados” 3 Teens Kill 4, con la que se adelantaron al remix, al sampleo, al looping, a lo que se llamaba spoken word) e hizo cortos con Super-8 y vídeo (con esas cámaras por aquel entonces nuevas). También fue groupie, fan, promotor (de Genet, de Rimbaud). “Estoy atrapado en un continente de mi propia creación”, anota con precisión: ni el planeta le bastaba para contener todo lo que era capaz de hacer y, como otros que entendieron que tenían a la muerte en los talones, hizo mucho en poco tiempo. Esténciles (esa casa quemándose que terminó siendo su meme registrado), performances, intervino la ciudad en que se rodó “Taxi Driver” (Martin Scorsese, 1976) y “A la caza” (William Friedkin, 1980), que luego sería mitificada en su esplendorosa decadencia creativa en series como “Vinyl” (2016) o “The Deuce” (2017-2019). En la iconografía queer, Wojnarowicz no solo fue parte del colectivo Act Up, sino que transformó su infección, que lo hizo sucumbir en 1991 a los 37 años, en la médula de la parte final de su arte (visual).

“Desplazarse es como moverse por distintos lugares del recuerdo: surgen rostros y se esfuman como finas escamas de hielo en charcos invernales, se diluyen, se vuelven parte del agua hasta el punto en que nunca podrán volver a distinguirse, y aun así allí permanecen”, escribió.

También participó en una historieta autobiográfica, hizo de las ruinas su poética, remezcló a Rimbaud. Entendió el poder de las imágenes y el vídeo, que la belleza puede surgir de la pornografía (fue amigo del cineasta porno Arthur Bressan Jr.), procesó a los beats para pavimentar el camino a Gus Van Sant y a Kurt Cobain. Todo eso, que es mucho.

Lo admirable de Wojnarowicz es que, tal como su apellido es impronunciable hasta que sabes cómo pronunciarlo (voy-na-ro-vich), intentar definirlo es, acaso, lo verdaderamente complicado. Lo que lo alza y, a la vez, limita. Tituló sus memorias prematuras “Memories That Smell Like Gasoline” (1992) y, sí, tenía rabia en el vientre, pero también agua en el corazón y semen en sus venas, magia en sus ojos. “Soy un cristal humano desapareciendo entre la lluvia mientras muevo mis manos y brazos invisibles y grito mis invisibles palabras. Estoy desapareciendo pero no lo suficientemente rápido”, escribe un año antes de su muerte. “Estoy vacío, salvo por la enfermedad y los pensamientos sombríos. Quiero morir y a la vez no quiero. En este momento no hay ninguna respuesta”.

Wojnarowicz fue un creador híbrido, un detective sexual y salvaje, un artista multidisciplinario, un ser dañado que intentó salvarse inventando de todo hasta finalmente encontrarse, un activista iracundo y, sin duda, un escritor de primera línea sin haber escrito un solo cuento, una sola novela. Fue, además, capaz de darle una voz romántica, una poética al amor que no puede nombrarse, legitimó la idea de que un amor fugaz puede contener amor y sentimientos:

“Conocí a un chico… Me gustó de un principio, no sé exactamente por qué, creo que por la confianza en sí mismo que transmitía. Era lindo, pero más bien del tipo de los que son lindos sin saberlo (la gente que no pierde el tiempo tratando de verse bien es sumamente atractiva de por sí). Terminamos en un café tomando capuccino y nos sorprendió una tormenta eléctrica… Me acompañó hasta el metro y me besó al despedirnos. Volvía a casa caminando envuelto literalmente en jirones de sonidos y formas, emociones como flashes en medio camino entre el pasado y el futuro imaginado”.

Wojnarowicz fue muchas cosas, sí, pero ahora podemos darnos cuenta de que también fue un escritor de puta madre.

Y un chico que tuvo miedo y que luego aprendió a vencerlo. ∎

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