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ace 20 años ya me quejaba del sufrimiento en los festivales de música. No me hacía falta ser un cuarentón acomodado que pide la hoja de reclamaciones si tiene que hacer cola para pedir una cerveza o ir al baño. El tipo de persona que en un restaurante devuelve una botella de vino blanco si no está lo suficientemente frío, pero que está dispuesto a enfundarse una camisa de flores y unas bermudas para plantarse en un solar o un descampado a escuchar música en directo.
Mi primer festival fue el FIB de 1997, cuando un tormenta hizo que se desplomara el escenario principal, en el que estaban actuando Urusei Yatsura. La queja de la víspera era que la zona de acampada no tenía árboles que dieran sombra cuando el sol atizaba y el termómetro subía de los 40 grados, y al día siguiente la lluvia convirtió el camping en un río de barro y basura. Nos llevaron a dormir a un colegio, bajo pupitres. Pero, batallitas aparte, para mí ese verano del 97 tuvo un equilibrio entre diversión y desastre natural, entre risas y declaración de zona catastrófica. El que se quejaba sin concesiones era un amigo: ese no es que hubiera nacido ya cuarentón, directamente era un veinteañero de 80 años. Durante el viaje de ida no paraba de preocuparse por lo que íbamos a comer en Benicàssim. Repetía sin parar: “Yo lo único que quiero es comer caliente”. Otro amigo, con mucha sorna y sentido de la realidad ante las altas temperaturas, le respondía: “Tranquilo, que ‘caliente’ seguro que vamos a comer”.
No soy de los que piensan que para disfrutar hay que sufrir. No soy masoquista. Pero años más tarde volví al mismo festival con hotel y todas las comodidades –había un festival de cortometrajes durante el FIB, te invitaban incluso a la zona VIP– y me aburrí muchísimo. Regresé al camping sin árboles en la siguiente edición y fue mi mejor festival. Creo que el concierto del que más he disfrutado nunca fue ese año: Death In Vegas, tres tipos aporreando guitarras y bajo delante y otros dos con maquinitas detrás.
Por eso, cuando los de mi quinta habituales al Primavera Sound regresaron al festival tras dos años de parón y en la primera jornada no paraban de quejarse de las malas condiciones, sentí alivio. Yo no había podido ir, a pesar de que me apetecía mucho, y las protestas de mis conocidos me consolaban. Y por otro lado, ese sufrimiento del primer día me hacía pensar que somos señoras y señores mayores. Que me habría estallado la cabeza en mi infancia si mi padre me dice: “Te quedas de jueves a domingo con los abuelos porque me voy a un festival de música”. Yo seguramente le habría respondido: “¿A ver a Mocedades?”, pero sobre todo me habría impactado que un padre de familia se pidiera libre el viernes en la oficina para meterse en un barullo de miles de personas y esperar turno eternamente para pedir una cerveza.
Tener 40 ahora no es lo mismo que tener 40 hace 40 años. Eso sucede a nivel social y sin embargo, a nivel físico, ser un señor ahora sí que es igual que ser cuarentón en 1980. Me refiero al aspecto fisiológico, no a vestir como adolescentes, como hacemos ahora. La gente de mi edad tarda dos días en recuperarse de una noche de juerga. ¿Cuánto tardamos en recuperarnos de varios días de festival? Mínimo, una semana, quizá incluso dos. Yo tardé un día en pasar del alivio a la envidia, pues los mensajes que me llegaban del Primavera Sound hablaban de que la situación mejoró mucho la segunda jornada. No tuve más remedio que consolarme pensando que quizá podré ir el año que viene. Con un año más a mis espaldas, en mi estómago y en mis piernas. ∎