Para poder leer el contenido tienes que estar registrado.
Regístrate y podrás acceder a 3 artículos gratis al mes.
eía el documental este de “La teoría sueca del amor” un lunes por la noche, tras haber regresado a casa de mis padres a las once (hora del toque de queda madrileño, a partir de la cual se nos persigue relajadamente como criminales, Monasterio dixit), y no podía parar de darle a la tecla-triángulo-que-apunta-a-la-derecha, porque todo lo que decía el documental ya me lo había contado muy bien antes Isa Calderón. Lo hizo en una fantástica diatriba contra los suecos que emprendió en uno de los últimos episodios de “Deforme Semanal Ideal Total”. Aguanté hasta el final del documental, prestando muy poquita atención cuando llegaba el momento del cirujano Dulceida (porque operaba con cables de bicicleta y sonrisa igual a la de otras que dan gafitas de sol a los pobres infantes africanos). También me la refanfinfló particularmente Zygmunt Bauman y el rollo este de que solo somos felices porque superamos las adversidades, y que por ende no podemos tener demasiado (o depender demasiado del) ESTADO DEL BIENESTAR, en mayúsculas, porque nos volveremos infelices y solos y miserables, así que lo mejor es un atasco y salir de trabajar e irse a tomar una caña a la madrileña, porque en Madrid gozamos al poder tomarnos una doble con los colegas o con la familia de una manera muy particular, porque se es madrileño de qué sé yo dónde, y así, y así; otra manera de darle a la tecla-triángulo-que-apunta-a-la-derecha.
He publicado un libro que no voy a publicitar en esta columna, aunque el escribir columnas no sea más que 1: (para mí) una forma de conseguir dinero haciendo un artecillo menor, de darle bombo a mi execrable marca personal, de vender quizá algún libro que otro, de soltar paridas que se me pasan por la cabeza; 2: (para el medio) una forma de obtener algunos clics, aunque ya no tengo tantos ni tanto ofrezco, pues un trol de derechas llamado El Cancelaprogres ha conseguido que me suspendan la cuenta de Twitter, así que supongo que simplemente me ofrecen este espacio por ser yo una mujer estupenda y encantadora; no lo publicitaré y lo publicitaré no publicitándolo, porque no hemos venido a este sitio para vendernos o vender cosas, sino para ofrecerle al lector un momentito de diversión, como si también fuera su particular caña a la madrileña; otra manera de darle a la tecla-triángulo-que-apunta-a-la-derecha.
Llevo casi tres semanas fuera de París y me he sentido triste durmiendo sola. Claro que sentirse triste es una cosa normal, pero mientras recorría en coche el norte de las Españas en gira promocional (tour madónnico) no tenía tiempo ni para estarlo, y dormía en hoteles sin dedicarle horas a la tristeza. Tampoco tengo hoy tiempo para dedicárselo a estar triste, pero lo estoy; el cuarto en casa de mis padres no tiene un escritorio en el que escribir estos textos u otros, así que en la cama en la cual ahora mismo me hallo he escrito muchas cosas (entre las cuales cuento, por ejemplo, un examen de latín y otro de análisis estilístico de la prosa). Siempre tengo miedo, cuando estoy triste y lejos de mi amada (no es una palabra que me guste mucho: prefiero pareja, pero colocar amada aquí me divertía, sonaba gracioso; a una pareja de amigos míos los llamamos los evangelistas, y mi pareja y yo podríamos ser las católicas), de seguir estando triste cuando me reencuentre con ella y no saber qué hacer con toda esta tristeza. En 2018 estuve yo muy triste, muy triste, y no solo porque fuera mi primer año en París; habré llorado más en la dupla 2020-2021, sí, quizá, pero creo que son lágrimas catárticas: no podría hablar de casi ninguno de los días pasados con ella como días tristes, porque incluso cuando lo son no acaban en tristeza, sino que localizamos y atacamos el nudo a través de pequeños y rítmicos golpecitos hasta que cede y nos explica los silencios. Creo firmemente que una de las claves de la felicidad es la interdependencia y que tenemos que hacernos lo más interdependientes los unos de los otros como sea posible. Que les jodan a los suecos.
La tristeza, para mí como para los suecos, tiene mucho que ver con la soledad. El mundo gris es un mundo solitario. No estoy sola en Madrid, ni lo he estado a lo largo de las últimas semanas en ningún momento reseñable, pero me cuesta hacer las cosas sin tener al lado a quien ha forjado buena parte de mis formas de existir desde hace ya un tiempecito. A veces también me cuesta hacer las cosas cuando ella está conmigo, y, entonces, si la suerte nos sonríe y no hay exámenes de Derecho Internacional Público de por medio, preparamos algo rico para cenar (o lo prepara ella, o lo preparo yo), nos ponemos una película o serie y pasamos las últimas horas del día sin hacer mucho, sosteniéndonos justo antes de acostarnos, relajando el cuerpo.
Antes de venirme a España a hacer la gira estábamos viendo “Mr. Robot”, una serie que yo había visto por mi cuenta años atrás hasta más o menos el final de la segunda temporada. Está muy bien. A mí me ha gustado mucho. Nos quedan aún cuatro episodios de la última temporada, pero hemos decidido esperar a estar juntas para verlos. El contenido en sí mismo no cambia, no hay variaciones, la crítica cultural sería exactamente la misma; es el mismo, da igual que lo veamos por Skype, conectadas, o juntas (físicamente) en el sofá. Hay algo en lo demás que cambia y que me hace tomar un claro posicionamiento en relación a uno de los grandes temas de la filosofía de la mente, que es la cuestión de los estados mentales, sobre la cual aquí no me explayaré. Decía Juan Gallego Benot, en unas líneas bellísimas: “A veces pienso que me has prestado tus ojos y veo a través de ellos. En esta falta de imágenes de los días que tenemos siento que hay una forma de mirar que me has regalado”.
En fin, por (sí) explayarse con otra de las tangentes: la tarde anterior a este viaje de tres semanas fue rara. No sabíamos muy bien qué hacer. Queríamos ponernos a jugar con arcilla, pero tampoco nos entusiasmaba. Resolvimos la ecuación casi a la vez: no queríamos hacer nada excepcional, porque lo excepcional nos dejaba demasiado tristes, como si las despedidas llevaran siempre la marca de la excepción, de una rutina que se rompe o de modos que se trastocan. Bajamos, pusimos “Mr. Robot” en el proyector, comimos helado y bebimos (¿sidra o cerveza?). Todo era perfecto.
Veía el documental este de “La teoría sueca del amor” un lunes por la noche, sin ti, y decía: contra esto, firmo con mi nombre. Muchas cosas más influyen en mi concepción político-moral de las cosas, sí, desde luego, pero estar contra esto, justamente contra esto, es una de ellas; del infierno solo puede una salir protegida –parafraseo a Balzac–, y por ende acompañada; puedo escribir porque salgo querida de casa –parafraseo a Torné–; creo que Bauman no tiene del todo razón cuando propone que la felicidad se fundamenta en la superación eterna del conflicto. No niego la mayor, pero pienso que la felicidad y el amor se fundamentan en la perpetuidad de una conversación. Una conversación muy larga y extendida que echas de menos desde la distancia. Me pregunto si los suecos de ese documental –que no son, claro, los suecos de verdad, de carne y hueso– están tan tristes porque no pueden hablar con los demás, no se comunican, no dicen cosas, no se explayan ni divagan, no escriben –supongo– sus libritos. El amor es un milagro del lenguaje. Yo, intentando lo máximo que puedo ser de ese milagro rapsoda –a quienes definía el estar como poseídos por los dioses–, voy variando las formas y los temas concretos sin cambiar demasiado las ideas de fondo que intento transmitir: la importancia de la comunidad, de la interdependencia, del amor. ¿Qué alternativa a eso –que no se fundamente, claro, en darle a la tecla-triángulo-que-apunta-a-la-derecha– nos queda? Hola, holita, tristecita. Apaguen la luz. ∎