Para poder leer el contenido tienes que estar registrado.
Regístrate y podrás acceder a 3 artículos gratis al mes.
sta Semana Santa acabé asistiendo a tres procesiones diferentes. He hecho un cursillo rápido de nomenclatura para aprender lo que son los pasos, los palios, la peana y las pareadas; fue todo por casualidad, obra divina. En Madrid, volviendo a casa después de cenar, me encontré con los tambores, compré un helado de chocolate blanco y caramelo y seguí al Cristo y a su cruz durante una hora, casi hasta su llegada a una iglesia; lo hice sola, coincidí veinte minutos por el camino con un señor que llevaba –en ejercicio de pleonasmo– una mascarilla con la rojigualda y la palabra “España” bordada, escuché con emoción cómo retumbaban los tambores –mejor que cualquier techno– y sonaban las trompetas. Solo paré cuando me encontré, igual que me había encontrado con la procesión, con un conocido, al cual habría visto no más de dos o tres veces, y resultó que estaba tomándose algo en un bar con unos amigos míos. Me encerré en ese bar dios sabe cuántas horas y volví a casa todavía viviendo en el sentimiento religioso; dormí, me desperté, acudí a una cena con dos amigos y volví a otro paso todavía más ilustre, más espectacular, el de Jesús el Pobre y María Santísima del Dulce Nombre en su Soledad. Al día siguiente, otra vez. Y así.
Yo nunca he tenido fe, aunque en los últimos años me habría gustado tenerla. Jamás he guardado sentimientos religiosos, por más que me haya criado en colegios que sí lo eran, y a los diez años le enumeré a mi abuela, a la cual lo que yo le decía le importaba un pimiento, las paradojas lógicas por las cuales no era posible que Dios existiera: las básicas tonterías sobre si podría crear una piedra tan pesada que ni él mismo pudiera levantarla y cómo, si no podía crearla, no era omnipotente, pero si no podía levantarla, tampoco. Fui atea militante y pesada, pesadísima; arranqué páginas de una biblia y creo que incluso las quemé o mancillé de alguna manera. Quería yo matar a Dios o a la imagen que Dios para mí representaba.
Hoy siento una gran admiración por la estética de lo católico y por algunas partes de su ética que a mí me resultan particularmente convenientes; lo de aún no haber sido tocada por su gracia lo experimento como una carencia existencial, un déficit vital generalizado que me gustaría ver corregido lo antes posible. Creo que también es por cierta admiración al sentido trascendental de la historia que imprime lo religioso y por la conciencia de que tantas cosas que me han marcado políticamente encuentran su origen en lo religioso. Yo he querido en el mundo ciudades santas y he soñado con bajar el reino de los cielos, he vivido con la culpa y soñado con la resurrección; pero Dios a mí todavía no me ha tocado, por más que lo busque en sus ritos. Recuerdo la lectura, jovencita, de “San Manuel Bueno, mártir” (Miguel de Unamuno, 1931), y la resonancia del grito en el Evangelio de Mateo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
Yo, que he sido su creyente más agónica y más díscola, parezco haber cambiado de estrategia: ahora, adulta, no aspiro a arrancar páginas ni a desfigurar sus libros, sino que pido que responda por mí, que me busque, que me toque, en una forma diferente de rebeldía. Cuando desde la defensa de Dios algunas voces harían de mí un monstruo, últimamente he buscado que sea Dios el que esté conmigo y se ponga de mi lado: puede que sea una actitud similar a la que he ido teniendo con otros patrimonios que me eran ajenos, puede que se repita mi relación con Dios en mi relación con la patria, en mi relación con la bandera. Lo busco en las “Confesiones” (Agustín de Hipona, 397-398), lo busco en la filosofía, lo busco en la literatura, y en páginas web analizo escapularios para ver si con ellos podría acercarme un poco más a lo divino. En una conversación reciente, alguien me contaba la historia de una amiga suya, narcisista diagnosticada, incapaz de hacer acciones buenas por los demás de forma espontánea. La persona en cuestión decía que lo que la llevaba a los buenos actos era la fe, era Dios: casi un Dios kantiano, Dios como postulado moral. Me parecía incomprensible y, a la vez, bonito.
¿Quién no quiere algo en lo que creer, quién no quiere seguir una procesión, quién no quiere que la vida lo sostenga? Con el tiempo, mis recreaciones se han ido distinguiendo menos de lo verdadero, y ya hasta dudo sobre si mis repeticiones estéticas podrían considerarse una forma de devoción genuina. Dice Freud, en “Tótem y tabú” (1913), que el dios de cada individuo está formado a imagen y semejanza de su padre, y la relación personal del individuo con Dios depende de la relación con su padre de carne y hueso. ¿Quién no quiere, al final, que algún padre lo reconozca, más aún si este es el padre definitivo, el Padre por encima de todos? Podría afirmar que lo que me lleva a quedarme en los pasos es un puro goce al sentir cómo retumban en mi caja torácica los tambores. Sería mentir. ∎