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Firma invitada / Ilusiones perdidas

El derecho a las caricias

25. 01. 2021

L

a comparación es ambiciosa: si seguimos a la socióloga Eva Illouz, lo descrito (y la descripción) en las novelas de Houellebecq sería comparable con lo relatado por grandes nombres como Henry James, Zola o Balzac. Considera Illouz que estos últimos “exploraban en sus novelas el paso de una jerarquía premoderna a una sociedad gobernada por el mercado y el dinero”; de igual manera, “Houellebecq examina el advenimiento de una sociedad regida por la libertad sexual”. A mí me parece, como a Eva Illouz, que este es uno de los grandes temas de nuestra época; mis motivos tengo para afirmarlo. La izquierda tiende a proyectar una sombra de duda radical sobre muchas instituciones, tradiciones y construcciones culturales: esto es, con frecuencia, motivo de celebración. Pero, en el caso de las relaciones sexuales y afectivas, los comportamientos de casi toda la población (y podría tachar el casi) han asumido sin mayor esfuerzo y con apenas resistencia las lógicas del mercado y de un cierto neoliberalismo sexual. Creo que es más fácil alterar cada una de las partes de nuestras utopías mentales que imaginarnos formas radicales de alterar el presente; también es muy difícil que un segmento de la población acepte libremente degradar sus condiciones de vida con tal de asegurar un futuro mejor: mucho no estamos consiguiendo cuando le pedimos a los individuos que reduzcan su placer, que gocen menos o de forma más sosegada. La moral de este tiempo, que no es sino el mío, que también es el vuestro, ya ni premoderna ni moderna, ha dejado a la vocecita judeocristiana de la culpa atada cual perro pulgoso en la puerta: no somos tan culpables después de coger un Uber, ni tras hacer un pedido a Deliveroo, ni al suscribirnos a Disney+, ni al participar de distintas maneras en cadenas de producción y venta francamente execrables. Vivimos en la primacía del placer frente a la culpa: a ver quién es el listo que se atreve a pedirnos a los demás que renunciemos a tantas cosas.

La duda radical de la cual hablaba aparece muy claramente en la famosísima formulación, hoy en día mantra: “Las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo”. Yo no creo en este tipo de condenas o condiciones sine qua non: las herramientas son un poco las mismas para todo el mundo en una sociedad que tiende a la homogeneización, no es necesariamente malo que la llave inglesa por mí manejada se parezca a la de cualquier otra persona, y a lo mejor usamos una taladradora (¡qué ruido hace, brrr, brrr, tan excitante!) exactamente igual porque es el artefacto o el modelo más eficiente. No me parece que toda lógica de la competitividad o del intercambio en la cual se adjudique un cierto valor a unas mercancías o servicios y estos puedan solicitarse u ofrecerse a través de algo distinto a otras mercancías o servicios sea horrible, atroz, horrenda: no tengo nada en contra del valor simbólico del dinero, no soy particularmente ortodoxa o fanática, ¡acepto lo pragmático y sus contradicciones! Pero me preocupa esta incorporación de la lógica neoliberal a las relaciones: porque parece inescapable. Construiremos todos juntos nuevos proyectos de sociedad… y seguiremos consumiéndonos los unos a los otros. Es posible, en el siglo XXI, que surja un anticapitalismo: no lo es tanto el antitinderismo; los cambios sociales, una vez llegan al terreno de los afectos, parecen casi invencibles, porque todo lo demás tendría que derrumbarse para que ellos se vieran alterados.

No hablo necesariamente del poliamor; no quiero decir que todas las moderneces que a los millennials o los Z aparentemente encantan, fascinan, sean abominaciones del capital, posmodernidades chungas, patria, familia y trabajo duro, dos hostias merecidas a todos estos desviados neoliberaloides, etcétera. Me interesan los análisis sociales. Quizá hace falta un cierto capital cultural y económico para que modelos del amor plural sean viables: un tiempo del cual una gran parte de la población no dispone hoy en día, una serie de preocupaciones que, simple y llanamente, no están presentes en la cabeza. Hay razones por las cuales funciona el modelo del matrimonio en las sociedades modernas; si nos ponemos marxistas, habremos de aseverar que la unión y vinculación de capitales también influye en los afectos. A lo mejor es que yo no entiendo a los libertarios: mi cabeza es esquemática y ordenadita, y mi querida Hannah me dice que muchas veces digo que algo es una tontería o lo tacho prejuiciosamente de inválido antes de leerlo o considerarlo ni siquiera, y yo creo que mi querida Hannah tiene razón. Me gusta la jerarquía en las relaciones afectivas; necesito considerar que algunos amigos son más cercanos que otros, que comparto mi vida con una persona, una (con los demás comparto otras cosas, pero no un proyecto vital); que hay gente que quiero mucho, muchísimo, pero con la cual no ponemos en común (como propiedad compartida, patrimonio de afectos, colección de instantes) realmente tanto. Intento quererme con la gente con la que me quiero desde la preocupación por el otro y el cariño real. Nunca he sido capaz de vivir con satisfacción el modelo relacional de los líos de una noche: soy de carácter intenso en lo imaginativo y mi cabeza, tras el orgasmo, se pone arborescente y piensa de forma obsesiva en los vínculos con el otro. He conocido el amor de la rutina, de lo compartido, del hogar, el té, los gatos, los regalos y los días que pasan. No lo cambiaría por trabajos de amor dispersos. Claro que hay otros mundos posibles, familias de tres, vida en común con varios amantes: lo celebro, pero esos mundos no están en el mío; la reducción de la monogamia (de la belleza de un proyecto común, de escribir algo a cuatro manos) a la conquista y colonización de un cuerpo ajeno es una metáfora vaga, facilona. No hay nada inherentemente malo en la seguridad o en la estabilidad: para mí son, desde luego, mejores que la incertidumbre o el neoliberalismo que algunos insisten en replicar en sus amores.

¡Inciso! ¡Podría elegir el neoliberalismo o la incertidumbre y tener éxito, oiga! No deben leerse mis palabras como las de una “perdedora” en el mercado de lo sexual, como lo son los protagonistas de Houellebecq. Yo, por ser delgada, blanquita, agradable a la vista de algunos cánones, relativamente conocida, culta, educada y felizmente hegemónica tengo todas las de ganar en el mercado de lo sexual; más aún si añadiera entre mis posibles consumidores, que falta alguna me hace, a todos los fetichistas potenciales (y cuento entre ellos a muchos fachitas de la rana Pepe) que estarían encantados de cumplir conmigo sus deseos. Pero prefiero no hacerlo. En palabras de Gil de Biedma, mi aspiración es “el dulce amor, el tierno amor para dormir al lado y que alegre mi cama al despertarse”. Creo que tiene razón: yo tampoco puedo desnudarme nunca o entrar en unos brazos sin sentir deslumbramiento.

No quiero condenar las elecciones individuales: detesto toda política punitivista capaz de meterse en las casas de una nación entera para ver qué es lo que alguien hace o deja de hacer en su cama y con sus genitales. Pero me preocupan las cosas. Me preocupa que el sexo y el amor se consuman como quien busca, anhedónico, en el catálogo de Netflix; pienso en quién, en el mercado de futuros, se ocupará del precio del deseo y de los placeres. El último párrafo del libro de Eva Illouz dice que el ensayo en cuestión “no apela a un retorno de los valores de la familia o de la comunidad, ni a una reducción de las libertades”. Yo sí que apelo al valor de la familia y de la comunidad, aunque mi familia esté constituida por mi pareja y dos gatitos. Creo que la resistencia posible a la disgregación de nuestras sociedades pasa, también, por construir familias afectivas, comunidades de cariño. Creo que mucha de la libertad que nos han vendido no es realmente una libertad que nos haga más felices o que nos satisfaga de manera alguna: simplemente somos terriblemente sumisos al consumo en lugar de a otras cosas. Insisto en la importancia de los entornos, de la comunidad. ¡Ojo! Esos entornos a veces serán poliamorosos, o con relaciones abiertas y absolutamente funcionales: tengo amigos para quienes lo son. Pero intento desconfiar. Tiendo a proyectar una sombra de duda radical sobre las cosas, pero también soy (a veces y a mi pesar, que no siempre) más de la culpa que del placer. Yo lo que quiero es algún día “morir en paz, como dicen que mueren los que han amado mucho”. Sin considerarme yo una revolucionaria, sí que creo que el amor es la única fuerza meritoria de esa denominación. Y no se trata de una revolución del deseo, como dice Paul B. Preciado en una pantallita de un anuncio de Gucci. No, chico: el deseo ya está muy revolucionado, muy libres (aunque no en todas partes) son ya muchos (que no todos los sujetos); se trata de querernos, que ya es lo suficientemente difícil. La única revolución es la del amor: el deseo, interpretado con exceso, es una trampa neoliberal que nos deja más solos y más tristes, más olvidados y más grises. “Mi amor, / íntegra imagen de mi vida, / sol de las noches mismas que le robo”; y que cada rostro, como dijo Paul Éluard, tenga derecho a las caricias. ∎

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