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ay cosas que no son fáciles de explicar, como, por ejemplo, que algunas de mis mayores alegrías me las han dado las plantas. No penséis, os lo pido, que soy yo una de esas desequilibradas que creen que las plantas y los animales son mejores que las personas (solo que algunas): soy un ser humano cabal, vulgar, madre de dos seres humanos que también me han dado muchas alegrías en forma de abrazos, miradas, frases gloriosas, buenas notas, rizos preciosos, ojos brillantes y zambullidas de cabeza en la piscina que merecen, al menos, diploma olímpico. Lo que ocurre es que mis hijos hacen todo eso sin que apenas haya mediado yo en ello, y, si no fuera así, da igual: conviene olvidarse pronto de lo que ha trabajado uno por los hijos, porque, si no, los padres pasamos de tutor a extorsionador en un solo paso y podemos acabar detrás de nuestros niños con esa odiosa cantinela del “con todo lo que he hecho yo por ti”.
Es curioso: en jardinería un tutor es esa vara, por ejemplo, que se le pone al arbolito para que crezca firme y no lo derrumbe un airecillo o para que el jazmín trepe y siga invadiendo todo. De este modo, no es de extrañar que esté mezclando plantas con niños; criar y cultivar son cosas muy parecidas. Hace unos días desenterré, por fin, los bulbos que se secaron al final de la primavera, los efímeros bulbos, y, tras haberlos dejado al sol, hoy los he envuelto en un paño, los he metido en una cajita y ahí quedarán, interrumpidos, hasta que los vuelva a plantar, ahora en otoño, que es cuando se empieza a preparar la primavera. Ahí volveremos los niños y yo, mientras ellos quieran, a plantar los bulbos en una operación un poco tediosa, porque ellos los juntan mucho y tengo que desenterrarlos mientras no miran para dejarles la separación adecuada bajo tierra. Les suelo preguntar si no flipan al pensar que esa especie de cebolla que estamos enterrando será un alucinante narciso en unos meses. Sin haber terminado la frase, ellos ya se han ido a sembrar de legos la habitación.
Y así pasan el otoño y otro invierno más, y un día la hortensia, que se nos volvió a quedar desnuda en noviembre, empieza a enseñar unos brotes verdes y les digo a los niños: “Dejad los legos, bajad a ver esto”. Y bajan porque les amenazo con dejarles sin Xbox antes de cenar, pero no flipan nada. Y otro día, mientras la hortensia florece lenta y yo recojo alguna hoja seca, descubro que han brotado los bulbos, y grito, y en casa creen que me ha atacado un alacrán. “Es un milagro”, les digo, otra vez otro milagro. Y, así, mis hijos crecen: dejarán los legos, saldrán de fiesta, se emborracharán, plantaré bulbos sola, seguiré gritando cuando broten y, si hemos hecho las cosas bien, dejarán poco a poco de emborracharse cada vez que salgan, aprenderán a madrugar y algún día verán en el supermercado que los bulbos son baratos y plantarán uno en su casa en otoño y en primavera pegarán un grito y se acordarán de mí, o no; eso es lo que una madre no debe esperar nunca. ∎