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Firma invitada / Sputnik V

Plegarias incendiadas

13. 09. 2022

A

los 13 años me compré, como lo hacía religiosamente, una revista argentina que ya no se publica, ‘Cerdos & Peces’, la única donde podía encontrar artículos sobre cocaína, William S. Burroughs, The Slits y poetas malditos, lo que me interesaba a esa edad. Bah, la cocaína me daba curiosidad, pero hizo falta un tiempo, no mucho si soy sincera, para incorporarla a mi rutina. En este número en particular, que perdí y cuya tapa no recuerdo, había una nota sobre The Birthday Party. No sobre Nick Cave: sobre la banda. Me acuerdo bien claro de que citaban la letra de algunas canciones. “Oh Dios, déjame morir bajo sus puños” (eran los de una chica, leía, boquiabierta). “Bienvenidos al choque de autos… Ya no se diferencian las chicas de los chicos” en “Dead Joe”. Era lo más ballardiano y andrógino y moderno que había leído, una fantasía gore transexual. Después hablaban de Australia, de la colonización con presidiarios, de ese desierto cárcel en el fin del mundo, de la cara de Nick Cave, entre lo más hermoso del mundo y el Neanderthal, la belleza y la brutalidad, el chico de un pueblo de Victoria que estaba a punto de morir cada noche en los escenarios de Londres.

Me enamoré sin conocerlo y amé a la banda sin haberla escuchado.

Pasaron meses hasta que di con “Prayers On Fire” y descubrí que ese chico sonaba exactamente como mi cabeza. ZOO MUSIC GIRL ZOO MUSIC GIRL. Era horrible, los vecinos pateaban las paredes como con los Sex Pistols, “nuestra vida juntos es un diente con caries, escupo los restos”. Yo ni siquiera había tenido un novio y acá estaba la más enferma y fantástica educación sentimental posible. “Nick The Stripper” me hacía recordar mis sesiones de sufrimiento frente al espejo –sí, ya entonces, es así para muchas chicas–.

Llegué a The Birthday Party cuando ya se habían separado, claro. Nick Cave con sus Bad Seeds ya iban como por el cuarto disco. Conseguí todo. No soy coleccionista, nunca me interesó tener nada en su totalidad, diría que no soy completista; tampoco lo soy de Nick Cave, pero sin duda es el artista del que más cerca llegué a reunir todo lo disponible y es sin duda el que más y mejor escuché y escucho. Hay afinidades imposibles de explicar. Cualquier disco de Nick Cave (me gustan todos, los menos buenos también, para mí malos no tiene) me resulta familiar. Es como si llegara a un lugar conocido. Nunca jamás me resultó difícil, siempre entendí su humor, su exploración del extremo y siempre me resultó casi insoportable su sensualidad.

Eso sí, siempre le tuve miedo. No hablo de miedo porque cante sobre violencias varias: entiendo la diferencia entre un artista y un violento. Incluso me gusta que haya explorado lo más oscuro de la masculinidad cuando nadie hablaba de eso. No: siempre me intimidó. Lo veía drogado en las entrevistas, haciendo sufrir a los periodistas con su malhumor y yo, que trabajaba como cronista de la escena de rock argentina y había tenido que despertar a patadas a unas cuantas estrellas locales, pensaba: “Dios mío, si me pasa eso me muero”. Nunca me sentí una fan exactamente (y soy una persona que reivindica el estado fan). Sentía y siento que hay alguien ahí que hace la música que yo necesito y conozco con precisión. ¿Por qué digo “conozco”?: porque se siente así. Como si Nick Cave hubiese conectado con una onda de radio que nos tiene sintonizados pero yo no pude acceder a ella, y él sí, y me acerca esos sonidos que conozco porque me pertenecen. No tengo otra manera de explicarlo. La primera vez que lo vi, en “El cielo sobre Berlín”, de Wim Wenders, fue otro shock. Solo había accedido a fotos hasta ese momento y ese Elvis del inframundo me pareció perfecto también, el mechón en la cara, las piernas largas, los ojos verdes o azules –no me daba cuenta– en esa calavera brutal y, sí, hermosa. La última vez que lo vi en vivo, en Buenos Aires, un año antes de la pandemia, lloré en las primeras tres canciones. Mi chico me decía, a duras penas, entre la gente que saltaba y gritaba, “¿qué te pasa, qué te pasa?” y yo no se lo podía explicar. Mis amigos se acercaron a Nick, le tocaron las piernas, las manos. Yo me quedé a distancia prudencial. Como periodista supe de la conferencia de prensa que dio y no quise ir. Lo mismo me pasó en 1996 cuando tocó tres shows seguidos en Buenos Aires (Cave es bastante “popular” por aquí, desde hace décadas). Incluso dudé de asistir al primer show. Como si no quisiera romper el hechizo, decepcionarme, no lo sé.

Algo empezó a cambiar en los últimos años. El mundo entero lo vio porque él decidió que así fuera: su hijo adolescente Arthur murió después de caer de un acantilado, había tomado un ácido y se perdió –las veces que yo hice eso y no me pasó nada– y él, poco después, empezó a escribir para los fans y lectores sus Red Hand Files, una newsletter delicada, algo pomposa –como es él–, con mucho humor y, en muchos casos, de gran ternura y tristeza. Este es un hombre distinto al que me imaginaba. Guardo todas las Red Hand Files en una prolija carpeta. Vi la película que documenta la grabación de su primer disco sin el hijo, “One More Time With Feeling” (el disco se llama “Skeleton Tree”), en un avión: aún no se conseguía en Argentina. Me puse a llorar también y tuve que ir al baño porque, en los aviones, mejor no expresar ningún sentimiento, la gente se pone nerviosa.

Escuché “Ghosteen” caminando por las calles de mi barrio en Buenos Aires, Parque Chacabuco, un lugar bien extraño, con un parque enorme atravesado por una autopista (herencia de la dictadura), dos zonas elegantes –el barrio inglés, de ricos; el barrio Cafferatta, de clase media-alta–, pasajes estrechos con casas para obreros de los años 30, casas ocupadas (no oKupadas, sino tomadas por gente muy pobre), rincones oscuros donde se juntan chicos de la villa cercana a fumar alguna cosa letal, avenidas desangeladas. Cuando llegué a “Galleon Ship” me senté en un banco de la plaza y dije: “Tengo que verlo en vivo, pronto”. Lo mismo me pasó con “CARNAGE”. Lo escuché en otra caminata, hacia una fábrica abandonada, hacia el sur, donde empiezan los cadáveres de las industrias muertas de la ciudad, que nunca volverán a abrirse. Recuerdo frases. “The moon is a girl with the sun in her eyes”. La luna es una chica con el sol en los ojos. “What doesn’t kill you makes you crazier”, lo que no te mata te hace más loco, la mejor reinterpretación de la más trillada frase de Nietzsche y la única verdadera, lo sé porque así es. Esa noche discutí con fans que decían que les gustaba más la banda con Blixa y Mick Harvey y los traté por poco de blasfemos, tan intensa me puse que cerré la computadora asustada de mi vehemencia. Con Nick salta mi cerebro reptil y un poco también por Warren Ellis, ser a quien adoro con fervor.

Estuve en Suiza el día que tocó en Montreux, pero en Ginebra y recién llegada: ya no había entradas, de lo contrario hubiese sido capaz de tomar un Uber ida y vuelta y gastar una pequeña fortuna. Lo vi en streaming sola en mi habitación. Y ahí decidí. Voy a verlo a Australia.

Conozco el país, mi marido es australiano (si es casualidad o no lo dejo para terapia). Nunca hice peregrinaciones Cave. Traté de encontrar la tumba de Bon Scott y no pude –mi cuñado después me mandó un vídeo con su propia peregrinación, musicalizado con “T.N.T.”–. Hice un poco de peregrinación Triffids, otra de mis bandas favoritas. Pero de Cave solo me mostraron un departamento en Melbourne donde supuestamente estuvo viviendo, con un pentagrama blanco en el suelo, algo que, obvio, Nick jamás haría (yo sí, probablemente: yo soy la filoocultista). Cuando vi el show en Montreux ya había muerto su otro hijo, Jethro, el mayor, el de la juventud gloriosa y el presente de drogas y cárcel y sufrimiento psíquico. “The Firstborn Is Dead” se llama su atroz disco de los inicios, el primogénito ha muerto. Vi a Nick viejo en el show. Lo vi excelso. Lo vi rabioso y triste. Lo vi enorme. Ya compré cuatro entradas para Australia, incluida la del show en Hanging Rock, la locación de la inquietante película de Peter Weir. Y quiero, en alguno de los shows, abrazarlo. Terminar con esta parálisis y sentir por un instante el cuerpo de esa persona que es más importante para mí que muchos miembros de mi familia y que muchos de mis amigos. No quiero hablarle, solo acariciar su espalda y mirarlo a los ojos, que conservan ese fuego tan pálido como ardiente. ∎

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