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ay mucho que extraño de la vida prepandémica –escribo como si viviera hace siglos en un búnker, lo sé: somos un poco flojos ante esta adversidad, incluso aquí en la Argentina, donde las adversidades son la vida cotidiana–. Sería inútil hacer una enumeración porque supongo que se trata de muchas de las mismas cosas que añora la mayoría. Pero me sorprende cada día cuánto deseo volver a un recital. Incluso soñé con un show, no recuerdo de quién, solo me quedó por la mañana la sensación de la música en vivo, sobre la piel. Este año horrible murió un músico argentino, Gabo Ferro, que además era mi amigo, no íntimo, pero cercano: hacía tiempo que no lo veía, por tonterías de la vida, lo llamaré la semana que viene, pronto le escribo, cuando vuelva a tocar nos veremos. Ahora, cada día, pienso que cuando sea posible volver a reunirme con mucha gente, no voy a poder ir nunca más a un recital de Gabo.
Gabo no murió de coronavirus. Hay que aclararlo ahora, cada vez.
Fui a mi primer show de rock cuando tenía 13 años: The Cure en marzo de 1987, primera vez que tocaron en Buenos Aires, en el estadio de Ferrocarril Oeste, dato importante porque este equipo tiene su sede en el centro de la ciudad; entonces, para una adolescente tan joven no era difícil llegar. Yo vivía a 50 km de Buenos Aires, en La Plata; y, como me daba miedo ir en tren, me sumé a un bus que llevaba a varios fans, casi todos varones. Ninguno me preguntó la edad ni objetó mi look de gótica principiante. El viaje no lo recuerdo mucho: supongo que fue tranquilo y por supuesto breve, es poca la distancia. El recital, en cambio, fue un infierno. Argentina había salido de la dictadura apenas cuatro años atrás, las fuerzas de seguridad todavía eran brutales, pero, además, la gente estaba aún como recién salida de la cárcel, inmanejable, furiosa. Apenas vi a la banda: recuerdo mucho más el olor intensísimo a jabón: era lo que se usaba para mantener los peinados erizados que nunca duraban mucho tiempo. Hubo piedrazos, corridas, fuego en las gradas, el mito dice que un vendedor murió de un infarto, los perros de la policía atacaron a la gente y fuera del estadio había robos (a mí no me pasó nada; solamente me sentí perdida). Robert Smith escribió en su diario sobre esa noche: “Afuera, el campo no tiene nada que envidiarle al centro de Beirut”.
Un poco exagerado. Pero sí fue intenso, o denso más bien; recuerdo pocas canciones. “Shake Dog Shake” al principio y la soledad; ninguno de mis compañeros me acompañó, los perdí muy rápido. Mi madre creyó que estaba durmiendo en casa de una compañera de colegio y nunca supo que le mentí; tampoco se enteró de que ese show de The Cure es recordado como un peligro y un desastre de la organización. En 1987 los adultos estaban preocupados por la crisis económica, sus empleos y sus vidas; los chicos éramos invisibles. Eso fue malo y fue increíblemente bueno.
Otros shows, tantos: vi a Prince en un recital muy corto, del que todo el público salió insultando por haber pagado una fortuna y que, para mí, fue tan maravilloso que quedé tirada sobre el césped. Vi a AC/DC casi desde las primeras filas y el pogo era tan intenso que, en un momento, quedé de espaldas y pasé varias canciones así hasta que un ser del bien me ayudó a girar y volver a ver el escenario. Apunte: no existe mejor público que el del heavy metal. Mis mejores recuerdos en este sentido son en shows de Slayer y Sepultura: cada vez que trastabillaba o estaba demasiado apretada entre la gente, ahogada, siempre alguien ayudaba y nunca pedía algo a cambio.
Los mejores: Nick Cave siempre, pero especialmente en Buenos Aires en 2018. Lloré durante todo “Jesus Alone”, se cortó la luz y, no sé cómo, él pudo sostener esos momentos de incertidumbre ante miles de personas y que, con el regreso de la electricidad, todo fuese aún mejor. Iggy Pop en Buenos Aires, 1988: una de mis amigas le lamió el brazo ensangrentado, lo que por esos años era un riesgo importante; él presentaba “Instinct” y mentiría si digo que recuerdo detalles, pero sé que canté “No Fun” a los gritos. Cat Power en 2009: un teatro repleto, yo lejísimos del escenario y sin embargo deslumbrada por ella y la manera que tiene de cambiar el horror por belleza. Las dos veces que vi a Bruce Springsteen, horriblemente pocas porque casi no visita Sudamérica (de hecho, una de las dos oportunidades fue en París). Los Rolling Stones en 1995: fui a todos los shows, no sé si dormí entre uno y otro. Suede en Cambridge, 2019: aunque una de mis canciones favoritas, “Breakdown”, la tocaron la noche anterior en Southampton (los seguí en esa gira con entusiasmo adolescente), aquí Brett Anderson hizo subir a los fans al escenario, algo inédito, que al principio me entusiasmó, después me dio vergüenza y no sé si disfruté.
¿Volverán los shows alguna vez? Mi mente racional dice que por supuesto; mi mente reptil, aterrada, repite que son reliquias de un mundo perdido. ∎