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Firma invitada / Canciones

Alegría de vivir

27. 07. 2021

E

n 1991 residía yo en Madrid, y gracias a José Manuel Gamboa conocí a Miguel Candela. Una de aquellas noches me presentaron a Ray Heredia. Fue una sorpresa poder hablar con un artista flamenco de Tuxedomoon o Cabaret Voltaire. En una de las madrugadas, alguien puso una cinta de “Alegría de vivir”, de Heredia, donde el Teo Cardalda de Golpes Bajos encontró un talento a la altura de Germán Coppini; superior, quizá. La canción me deslumbró para siempre por más que desde el principio pareciera carne de cañón de la parrilla publicitaria. Pero hay algo irreductible, algo negro, algo jondo –entre Manolo Caracol y Enrique Morente, y con ese deje italiano que, no solo en Latinoamérica, también en España, se sigue confundiendo con lo flamenco– que impide su alienación total. Ni los seguros de Santa Lucía, patrona de la vista, han podido acallar el mito arrollador de que sea el caballo, la heroína, la muerte misma, la que es declarada amante universal en esta canción memorable.

Pasa también con muchos de los himnos de The Velvet Underground, ese optimismo tan banal se suele ocultar y vivificar con la tragedia del adicto, el yonqui y su forma de vida, un espacio tan político como la militancia marxista-leninista, algo que tan bien ha visto Germán Labrador en su “Culpables por la literatura” (2017). Esa sombra funciona en “Alegría de vivir” a la contra de, por ejemplo, esa otra “La alegría de vivir”, la grabada por Kaka de Luxe con Fernando Márquez “El Zurdo” aguantando la tonada cantable entre músicos inestables, no profesionales, que apenas son capaces de sostener ese otro himno glorioso. La mundana letra de El Zurdo tiene en la degenerada cacharrería de sus músicos la misma compensación que la maldición del amor a la heroína en la letra de Ray Heredia. La única vez que hablé con Mario Pacheco fue para elogiar todo el trabajo de Ray, esa obra maestra que es “Quien no corre, vuela” (1991), y abundamos en la paradoja del mito, de la leyenda de que la heroína es la mujer, el eterno femenino al que Heredia dedica sus versos. Es una maravilla, también, esa tercera “La alegría de vivir”, la que hizo Rafael Berrio, síntesis maravillosa de lo que torpemente estoy tratando de decir, el flamenco –de Flandes– Jacques Brel y Charles Baudelaire, poeta flamenco a su manera. Berrio jugó explícitamente con este lirismo de la contradicción, un himno melancólico donde los haya pero que al declamar “alegría de vivir” insufla una alegría gramatical que desafía todo el pesimismo semántico de la letra.

Cuando Gilles Deleuze habla del peligro fascista que siempre acompaña a la música no habla solo de Wagner o del peligro de que te embargue una ola de sensaciones irracionales que anule cualquier capacidad de inteligencia. Habla también del peligro de la banalidad, del tarareo vacío, del peligro de llenar ese agujero con cualquier mierda –la identidad, la supervivencia de los más fuertes, la violencia del heteropatriarcado, etc.–. Una de las virtudes indudables del ritornelo –permítanme la frivolidad de emparentar los conceptos de “ritornelo” y “estribillo” sin explicación alguna– es que te muestra que el centro de nuestra política, de nuestra cultura, de nuestro lenguaje, está vacío, no hay una verdad suprema ni esencial que nos mueva, solo agujero. La cancioncilla nos ayuda a sobrellevar esa constatación con dignidad, canturreando esa verdad como si tal descubrimiento nihilista fuera cualquier cosa. Pero también ese optimismo vacío y esa celebración maltusiana de la vida tienen un evidente peligro fascista.

Lo que el capitalismo ha hecho de manera exitosa es rentabilizar ese cero, ese abismo tarareable, hacer parecer que hay cumplimiento del deseo en esa banalización de la vida. Pero el valor de cambio, como el de aquellas monedas de a real que tenían agujero en medio, algunas veces juega con el sentido. La fe –y “financiero” viene de ahí, de “fides”– necesita de vez en cuando constataciones y cuando la patria o el equipo de fútbol local se convierten en estribillo el fascismo acecha. El problema es que se trata de la misma energía, de la misma economía libidinal puesta en juego, que es esa misma grasa la que engorda o da la gracia, y no es fácil saber elegir. Cuando Santiago López Petit habla del odio a la vida, del odio a la alegría de vivir, lo hace constatando esa evidencia, lo fácil que es matar en nombre de la vida.

Se trata de un difícil equilibrio, entonces. “Et qui libre?” –“¿Y quién es libre?”–, escribió Marcel Duchamp. Rafael Sánchez Ferlosio, hermano y autor de alguna que otra letra genial para Chicho Sánchez Ferlosio, tiene una imagen poderosa. La libertad, muchas veces representada con la figura del humano-marioneta al que se le cortan las cuerdas, tiene para él una imagen contraria, una alegoría diferente, dirá Ferlosio: mientras mayor sea el número de cuerdas, mientras más densa la maraña de hilos que nos sujetan, mayor libertad. Es curioso que, me doy cuenta ahora, tanto el Zurdo como los Ferlosio, de manera bien distinta, conozcan tan íntimamente la experiencia del fascismo, es curioso. Por simplificar, el padre de los Ferlosio fue uno de los autores del “Cara al sol”, himno falangista, y El Zurdo vivió su experiencia falangista marxista-leninista en una suerte de resurrección del espíritu de Ledesma Ramos, una especie de gag, similar al que hizo Cristina Morales en “Los combatientes” (2013), poniendo su “Discurso a las juventudes de España” en boca de los oradores del 15-M. El italiano Franco Berardi habla, a veces, de cómo el fascismo fue un movimiento de la juventud, de la potencia, de las canciones cantadas entre todos en la calle, a pleno pulmón. Hoy, desde luego, el fascismo es pura viagra si podemos seguir hablando de potencia.

Pero se trata de que seamos capaces de advertir esto: el peligro de la alegría de vivir, celebrada así, sin contradicciones. La alienación que supone instalarse en estribillos constantemente. La vida bruta o es vida o es bruta, es una contradicción en términos. La vida es complejidad y esa complicación, ¡ay!, nace a menudo de contradicciones de sentido. Ray Heredia lo había comprendido en el flamenco. “Presumes que eres la ciencia / Yo no lo comprendo así, / Porque si la ciencia fueras / Me hubieras comprendido a mí”, la soleá de Mercé la Serneta está en el ADN del género. La contradicción, la paradoja, el nonsense están en el corazón poético de esa forma de hacer que seguimos llamando flamenco. La caja de herramientas que tantas veces se utiliza para cauterizar la banalidad de un estribillo, ya sea con el ruido atronador de unas guitarras o con la repetitiva y violenta secuencia rítmica de la electrónica, es columna, columna salomónica, eso sí, de lo jondo, de lo flamenco, como queramos llamarlo. De hecho, si “Alegría de vivir” de Ray Heredia sigue siendo un himno flamenco, más que por el color o las inflexiones de su voz, más que por los guiños “caño roto” de sus arreglos, por el tañido “barbero” de la guitarra o por los “piqueteos” de las palmas, más que por todo eso, es flamenco porque es un himno a la gloriosa contradicción. ∎

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