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Firma invitada / Canciones

Que nos van aniquilando

28. 05. 2021

S

eguramente, Enrique Morente es el artista que mejor ha sabido devolver al flamenco su carácter popular. Hay un gran malentendido con el asunto. “Yo no cantaba pa’ que me escucharas, ni porque mi voz fuera buena”. El flamenco es un arte que se construye desde abajo, desde instancias que vienen considerándose populares, pero no es un arte solamente popular. Un arte de los pobres, como reconoció Baudelaire, originalmente trabado por el lumpen, por los gitanos, por las clases peligrosas y delincuentes. Músicas que llevaban unos cuantos siglos viajando por el llamado Caribe Afroandaluz, músicas que habían dado a Bach su chacona y a Bizet su habanera o que habían dado a los pueblos de Huelva sus fandangos. Esas mismas músicas fueron tomadas por estos grupos marginales, regeneradas –lo que en un tiempo, despectivamente, se llamaba “degeneración”– y transformadas en tonadas particulares, exigentes para una “afición” comprometida, elitistas, creadas desde cierta autonomía artística y con un gusto propio. 

Agustín García Calvo, con agudeza e ingenio, nos dijo en su día que “nadie cantaba en la ducha por soleá o por seguiriyas”. El flamenco no era un arte del pueblo, no era parte de eso que “andaba por ahí, por abajo”, eso decía el maestro zamorano. Y sí, Agustín García Calvo hablaba no tanto contra el flamenco, sino contra Antonio Mairena, de quien había sido fugaz contertulio y quien habría convertido el flamenco, según García Calvo, en una cuestión de sonido, una habilidad musical, una especialización de la garganta y del oído, respiración, grano de voz, textura. No era poco lo que Mairena habría conseguido a costa de haber casi destruido la función popular de la copla, del cuplé, del cantable. 

“Nadie puede vivir en su vida escuchando solamente seguiriyas, es como cultivar el oído únicamente con el fervor de Luigi Nono”, reflexionaba yo ante un Juan del Campo cualquiera, un aficionado de Osuna que había entregado su vida a las seguiriyas cantadas por Fernando Terremoto. No escuchaba nada más, solo seguiriyas sacadas de discos o grabadas en directo por él mismo en ínfimos casetes al cantaor de Jerez. Ni tan siquiera escuchaba sus bulerías, esas bulerías cortas, sentenciosas y aforísticas, que tanto acercaban el flamenco a los labios de la canción. 

Peter Szendy escribió un brillante tratado sobre la canción; “Grandes éxitos. La filosofía en el jukebox” (2008) se tituló su traducción española a cargo de Carmen Pardo y Miguel Morey. Szendy hacia una lectura benjaminiana de las canciones. Ahí latía un impulso básico del capitalismo y sus mercaderías. La canción, la cancioncilla esa que nos mete su estribillo entre oreja y oreja y que, irremediablemente, nos hace canturrearla todo el día, tiene un funcionamiento fetichista, el mismo que describe Marx en “El carácter fetichista de la mercancía y su secreto”, de “El capital” (1867). En efecto, las mesas que bailan lo hacen al son de triviales melodías, estribillos, tartamudeos. La banalidad de esas melodías, su fácil intercambiabilidad, están en la base de su éxito; y de cómo prenden en nuestros cuerpos, adentro; y de cómo insertan acontecimientos en nuestras biografías jalonadas ya, irremediablemente, por el “Volando voy” o el “Si me das elegir”, grandes éxitos de Kiko Veneno o de Los Chunguitos, respectivamente.

La complejidad de las letras, los muros de sonido y ruido, las alteraciones rítmicas; estos son algunos de los recursos que han usado los artistas para que las canciones sigan siendo canciones pero además intenten escapar de la banalidad capitalista, de la alienación a las que estas cancioncillas nos someten. Morente, curiosamente, usó todos esos recursos, todos los puso a nuestro alcance. Morente fue capaz de mantener esa tensión entre el sonido y la canción que sigue haciendo del flamenco un arte peculiar, “tarareable” e intenso a la vez, un arrebato de nuestras gargantas y una letrilla cantable. Lo que se canta, aunque la voz no sea buena.

Y es una cuestión importante, pues en cada canción se presenta una de las formas que tiene el mundo en el que vivimos. Las canciones crean comunidad. Las canciones han sido siempre potentes redes sociales. Por eso es fundamental saber cómo ponerlas en juego. Tensionarlas, a punto de perderse en el poema, en el ruido, en la fiesta, pero manteniendo siempre ese básico cantable. En el frenesí rítmico de la rave, en los muros de sonido de Sonic Youth o Motörhead, en la poesía de Chicho Sánchez Ferlosio, Vainica Doble o Rafael Berrio, en todos estos sonidos hay agujeros y estos agujeros son canciones. Morente, ante una impertinencia despectiva mía, me había alabado un día el “Cocidito madrileño”, himno camp de unos actualísimos Carmen Morell y Pepe Blanco. Tan solo ahora creo que lo estoy entendiendo.

En su imprescindible “Spinoza político” (1985), Étienne Balibar relee críticamente la tradición marxista en cuanto al intercambio y al uso. Señala que es en el valor de cambio, en la plusvalía, donde se producen los lazos y relaciones de la comunidad mientras el uso, el usufructo, es lo propio del individuo. Así, el capitalismo es exactamente una expropiación del valor de cambio que recae entonces en la esfera privativa del individuo. Uso e intercambio se confunden. Pero su propuesta para el comunismo no pasa tanto por simplificar los distingos entre cambio y uso, ni en disolverlos, sino en mantener esas tensiones que le den propiedad a cada particular modo de hacer. No es un enemigo del comercio. El valor de cambio hace sociedad. El uso, necesariamente, tiene que dar, que ser dado, que generar regalía, relación, cambio e intercambio. El uso particular no puede apropiarse del comercio por más que use a los estados para darse leyes que los privilegien. Entonces, ese valor de cambio de las canciones, efectivamente, esa relación y su plusvalía, eso acaba por hacer comunidad, por hacer sociedad: con los mismos que vivimos, con los mismos que cantamos. 

Por eso es tan pertinente atender al poder de las canciones. Trabajar sus tensiones con el sonido no es solo una cuestión formal, es un asunto político. Banalizar, en sí mismo, es una operación meramente instrumental que puede significar, efectivamente, una expropiación del común o, por el contrario, un ajuste de las regalías, un don que ayude a recolocar, democratizar y ecualizar el reparto sensible de las cosas del mundo. “Dijeron que hacían justicia, viendo yo que nos maraban”, continúa cantando Enrique Morente. ∎

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