Para poder leer el contenido tienes que estar registrado.
Regístrate y podrás acceder a 3 artículos gratis al mes.
i pensamos –bueno, mejor si escuchamos– la seguiriya que bajo este nombre grabó Diego Bermúdez, El Tenazas, por mor del premio del Concurso de Cante Jondo de Granada de 1922, estamos ante lo que los aficionados llaman hoy una cabal. La cabal es una forma rítmica de la seguiriya que se hace en mayor, es decir, alejada de la famosa escala andaluza, hegemónica en las formas de hacer del flamenco. Normalmente se utiliza como remate de una tanda de seguiriyas en menor, por lo que esta combinación armónica la sitúa, desde luego, en un lugar privilegiado y extraño de lo flamenco. En realidad, la mitología flamenca sitúa al viejo Tenazas en Morón de la Frontera y, por esto, cercano a Silverio Franconetti. Se supone que El Tenazas actuó en su café. En fin, lo que importa en este caso es que se sitúa pegado a Silverio para dejar bien claro el sistema de trasmisión por contacto que nos asegura la cadena mitológica flamenca. Silverio Franconetti es lo más parecido que el flamenco tiene a un corte epistemológico. Hay acuerdo en que todo empieza bajo la sombra inmensa de su figura. Así, esta seguiriya o cabal suele interpretarse como final de una tanda de seguiriyas menores, por decirlo de alguna manera. Pero El Tenazas, pegado a Silverio en la cadena de trasmisión, ya digo, la hace sola, como una canción: “Yo he andaíto la Francia, Sevilla y Portugal y una carita como tú la tienes no la he podido encontrar”. Lo acompaña Salvador Ballesteros hijo, el mismo que toca para Manuel Torre en la misma sesión de grabaciones que pagó el famoso concurso granadino. El Tenazas canta, desde luego, a la manera de Chacón, por más que los aficionados lo quieran vindicar una y otra vez en la vera de la terribilitá “gitana”. En fin, se trata simplemente de escuchar.
Uno no entiende bien las decepciones de Manuel de Falla ante los resultados de dicho concurso. Su frustración lo llevó a abandonar el flamenco como fuente de inspiración para su música y pasó a concentrarse en formas musicales del renacimiento español para darnos obras maestras como el “Retablo de Maese Pedro” o el “Concierto de clave” (sin duda, una pieza especial en todo su repertorio, por la que uno siente cierta debilidad). Es curioso, pues de alguna manera en esa indagación vuelve a encontrarse el maestro con ese común de músicas que bajo la influencia atlántica afroamericana –del llamado por los musicólogos “Caribe afroandaluz”– fecundó toda la música europea, definió eso que se conoce como el rasgo musical “español” en la música culta europea y, por supuesto, puso las ricas y complejas bases de lo que después será el flamenco. Estamos hablando de “lo negro”, como el aficionado habitualmente llama a la reciente tendencia de darle al flamenco una procedencia americana y africana, o sea atlántica. Felipe Pedrell, que estaba en la base de la teoría musicológica que Falla aplicó al flamenco, no fue capaz de ver este importante venero y se centró en los rasgos bizantinos mediterráneos que también están en el género. Hoy podemos trazar una genealogía de todo el cante flamenco desde esa zona de influencia atlántica. Solo la seguiriya se suele escapar a esa consideración como una suerte de misterio –y ahí se apoyan las más rancias tesis gitanistas, por ejemplo–, pero si pensamos que la cabal de Silverio o seguiriya gitana de Silverio está en el principio, que es el pecio más antiguo que nos queda de una forma obviamente concurrente con otras que nos llegan del Caribe afroandaluz, la cosa está clara. La seguiriya, hija de la cabal, y no al revés.
Un Falla más atento –en fin, es un poco atrevido decirlo así– a la escucha de esta “Seguiriya de Silverio” hubiera visto el parentesco musical que tenía su melodía con muchas de las formas musicales renacentistas que despertaban su interés. Pero por muchas razones estaba empeñado en aplicar la teoría antes que el oído. Razones casi morales que lo estaban dejando sordo. Todo ese empeño, tan frecuente entre los flamencos, todo hay que decirlo, de sacar el cante de las tabernas, de los lupanares, del mundo del vicio y el desorden social. Escuchando, incluso podría tomar su parte de razón, pues, al contrario de lo que la fórmula de “lo negro” apuntala a marchamartillo –el aficionado es vehemente y cuando coge una fórmula explicativa para el todo no la suelta; donde antes estaba “lo andaluz” o “lo gitano”, pone ahora “lo negro” y se queda tan pancho–, el flamenco empieza a tomar su forma propia precisamente a partir de la retirada de ese común atlántico, a partir del debilitamiento de toda la potencia que el Caribe afroandaluz estaba dando al venero musical popular. Si pensamos en las músicas de los siglos XVII o XVIII –los repertorios propios de los jaques: la jácara, por ejemplo, no es otra cosa que la música que escuchaban los jaques; o de los majos: los grupos socioculturales que anteceden en función a los flamencos–, hay un flujo común con lo que se escucha en Lima, en Cartagena de Indias, en México o en La Habana, pero eso se pierde a lo largo del siglo XIX y las resultas están en eso que llamamos flamenco. Que además Silverio Franconetti tenga su propio corte epistemológico biográfico en su experiencia americana da más luces a lo que venimos refiriendo. Lo que Silverio rescata, por decirlo a la manera tradicional, son todos esos cantes y ritmos del común atlántico que tienen ya una impronta propia –el rasgo “gitano”, que poco tiene que ver con lo romaní y mucho con lo flamenco– y que él mismo, con una pulcritud similar a la de Falla, acaba llamando “cantes andaluces” por sacarlos del pozo delincuente que tenían entonces –y me temo que aún ahora– términos como “flamenco” o “gitano”.
Escuchen las cabales. La de Silverio o la del Fillo o la del Loco Mateo, todos los apellidos cabales a los que la mitología flamenca –los árboles del cante, los palos, la flamencología, etc.– da ese nombre. Están los “Moritos a caballo” de Sernita de Jerez o “El vaporcito” de Enrique Morente, con esa guitarra insistente de Pepe Habichuela, una insistencia que viene del baile, del ritmo. Obras maestras del género. En el cambio de la guitarra de Pepe Habichuela cuando llega a la tercera seguiriya, la propiamente cabal, está resumido todo lo que vengo contando. Pero Falla, al contrario que Lorca, no estaba dispuesto a escuchar, a dejarse arrastrar por la experiencia del flamenco. Lorca, con apenas 22 o 23 años, empieza en el Concurso de Cante Jondo de Granada su revolución poética, fundamental para la poesía moderna en español y también para el flamenco. Es verdad que, de primeras, calca su discurso sobre los errores musicológicos de Manuel de Falla, pero hay algo en su verbo, en el despliegue descabellado de metáforas, en el exceso poético que debió de inquietar al propio Manuel de Falla. Manuel Ángeles Ortiz, autor del cartel del Concurso del 22, su obra maestra, se sorprendió cuando Giner de los Ríos le echó en cara que hubiera dejado la botella de vino como un atributo más de los flamencos, un poco como cuando los puristas pasan de puntillas sobre la heroína al hablar de Camarón. Manuel Ángeles le replicó achacándole, precisamente, esa falta de experiencia, de haber escuchado flamenco solo en los gramófonos y no haber estado en una verdadera juerga. En este mismo sentido, Lorca, por supuesto, vino a contravenir desde muy pronto esa policía higienista que Falla quiso poner al flamenco e inventó, como en el mito del duende, esa leyenda de la Niña de los Peines encendiéndose con un vaso de cazalla para señalar que no estaban en París. Pero El Tenazas ya apuntaba un campo internacional para el flamenco –por lo menos Francia, Sevilla y Portugal– como en la clasificación zoológica china que inventó Jorge Luis Borges.
Si abrimos un poco la mirada veremos que el fenómeno que significó el Concurso de Granada de 1922 encaja a la perfección en el fenómeno global que describe Michael Denning en “Ruido insurgente” (2015; La Oveja Roja, 2019) a partir de la expansión internacional del disco de pizarra: ¡ah!, los buenos burgueses ya no tenían que ir a las tabernas y tenían el sonido del pueblo bien enlatado para su goce y disfrute musicológico. Son los mismos efectos: primero, la identificación de una música popular urbana de nuevo cuño como el romántico sonido del pueblo; segundo, la legitimación del mismo por parte de las clases altas intelectuales que buscan allí inspiración y público; tercero, la nacionalización de esos sonidos como algo propio, identitario y exclusivo. Se da en el Brasil de la Semana de Arte Moderno de São Paulo con el gesto de Villa-Lobos con la música africana y el samba. Se da con la consagración de Kodaly en los festejos del aniversario de la unión de Buda con Pest, donde se consagra como músico nacional y además hace de la música popular húngara un rasgo de país. Se da en Grecia, donde, acabada la guerra con los turcos, se produce el tremendo suceso de la repatriación y los griegos que vivían en Turquía durante décadas vuelven a Grecia y las Estudiantinas de Esmirna o Atenas lo celebran sentando las bases de la nacionalización del rebético. Se da en Nueva York, en el llamado “Renacimiento de Harlem”, cuando amparadas por los intelectuales negros comienzan las giras del sello Black Swan donde acabaría grabando, por ejemplo, Louis Armstrong. En toda esa década, desde La Habana a Madrás, se produjeron fenómenos similares. Pensemos en los Concursos Max Glucksmann que en Buenos Aires y Montevideo convierten el tango en un fenómeno de masas, de ahí saldría el mismísimo Gardel. Resulta cómico leer los textos de Borges refiriéndose a Gardel como la decadencia del tango, su corrupción, un poco como Falla en el texto-manifiesto del Concurso de Granada de 1922. Desde ahí se entiende mejor aquello que Borges dijo de Lorca, que era “un andaluz profesional”. Seguramente estaba pensando en sí mismo, en ese primer Borges del compadrito y el gaucho, de seguro un profesional porteño. ∎