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i versión favorita de “Tiro piedras por la calle” es la de Manolo Caracol. “Y al que le dé que perdone, tiro piedras por las calles y al que le dé que perdone, que tengo, ¡ay!, la ‘cabesita’ mala, llena, loca, de tantas cavilaciones, yo voy por las calles arrancando las piedras, las piedrecitas y al que le dé que perdone”. Esta transcripción me la pasó el poeta Manuel Alcántara en una tarde memorable en Málaga donde solo se bebió whisky.
La clave estaba ahí: “mala, llena, loca”. Se demoraba el remate del cante hasta soltar todo su pathos en un aliento sin final. Se piensa que su forma plena es una soleá del Mellizo, pero en la boca de Caracol remite directamente a Macandé, un cantaor gitano al que, se dice, visitaba en el manicomio, en la casa de los locos. Las soleares de Enrique el Mellizo las remata Caracol así: “Le ruego a mi Dios le ruego, le ruego a mi Dios que me alivie las duquelas que terela mi corazón, con qué fatiga yo le ruego, terela mi corazón”. Para mí es una cumbre del arte gitano y del flamenco, por supuesto. El melodrama, la historia familiar y la crisis psiquiátrica se nos aparecen con dos evocaciones, dos improntas geniales. Ayuda el hecho de tener a Melchor de Marchena a la guitarra. Pone todos los acentos que siempre coinciden con los del castellano hablado. Ese remate abre el cante a la emoción. Las funciones mágicas de la astrología las ha heredado el psicoanálisis, de quiromante a psiquiatra; Caracol no se embarga con la emoción. La versión de Pericón de Cádiz también es emocionante, llena de sosiego. “¿Dónde estabas ‘metía’, ‘dirme’, dónde estabas ‘metía’? que yo te llamaba a voces y que tú a mí no me respondías, ‘momaíta’ de mi ‘arma’, que dime dónde estabas ‘metía’”. Este remate no deja de mantener el tema en la novela familiar de Macandé, pero tiene otros matices. La madre –el flamenco es un matriarcado– omnipresente también da un giro dramático al simplificado análisis psicológico. “Me importa poco que un pájaro en la alameda se mude de un árbol a otro”, o “A mí me daban fatiguitas de locura cuando de ti me acordaba”; con estos adornos remata su interpretación Porrina de Badajoz. Podríamos seguir con las variantes de Juan Talega o de Rafael Farina, todas con letras distintas aunque dependientes del “loco” o “macandé” que protagoniza la letra principal. Efectivamente, los gitanos andarríos han aportado a nuestro léxico esta versión “despatológica” de la locura.
En “Hierro y níquel” Los Planetas entendieron bien las posibilidades de la letra flamenca como forma alternativa de narrar la historia familiar decimonónica. El folletín, la gran novela del XIX, en paralelo a la institución de la Historia, escrita así, con mayúsculas, como forma hegemónica de entender el mundo, construye nuestras ilusiones biográficas, la continuidad psicológica del sujeto, la épica de una existencia construida entre las turbulencias del dinero, el sexo y el poder que acaba definiendo una vida.
La canción moderna, desde el cuplé o la folk song, ha seguido, curiosamente, este modelo. Hasta en los cancioneros psicotrópicos de Bob Dylan o Lou Reed se da esta continuidad –si acaso desquiciada– del yo como protagonista de una canción, de una novela, de una vida.
Lo que el flamenco propone es otro modelo. Las letras son retazos o haikus flotantes que se intercambian con distinto sentido en la trama de la copla. Una misma letra en boca de cantaores o cantaoras distintas se encadena con otros sentidos y acaba dando variantes al relato; una manera de asegurarnos que nada sólido amarra nuestras vidas. Esto hace que un cante depende de otros, se formule siempre en un sistema de relaciones. Una imagen es solo una imagen cuando genera otras imágenes. Cuando remite solo a sí mismo se hipertrofia y se convierte en ídolo, que es otra cosa. Algo así formuló Spinoza y algo así sucede con las canciones. El “Hallelujah” de Leonard Cohen es “salvado” por las versiones, incluida la de Enrique Morente. Es la manera que han encontrado los estándares musicales para escapar del absoluto. En el jazz es una fórmula habitual y fecunda. Gracias a la Sociedad General de Autores tenemos de vez en cuando una canción novedosa, sí, pero en mayor medida una lata infinita de autores que tienen que andar variando un tono o un “love” para que su canción no parezca la misma, parezca otra. Una verdadera lata, digo. Miles de variaciones y un sujeto pensante aburriéndonos una y otra vez con no sé qué variante de un blues o una melodía que habían tarareado los Beatles. El flamenco, ya digo, se construye de otra forma. Es verdad que se están imponiendo los coritos y los temitas, llenos de estribillos, curiosamente por influencia de los cantos evangélicos de las muchas iglesias gitanas, que reconducen los relatos con una cierta unidad, un mismo aliento vital. En el cancionero flamenco se conserva, sin embargo, la capacidad de socavar la unidad psicológica del relato, la ilusión de la persona, de una fuerte personalidad.
La rumba catalana, esa maravilla que hicieron muchos gitanos de Barcelona, no es más que una aplicación de la “versión” como máquina de trovar. Las canciones de las orquestas del gran Rafael Cortijo y otros genios de la descarga caribeña que pasaban por la Barcelona de los años 60 alimentaron un modo de hacer particular que se vertió en los discos de Peret, el Chacho o el Pescaílla para dar voz a una comunidad particular. No se trata de ninguna variante etnográfica de la música de los gitanos catalanes ni de nada que no responda a la máquina de hacer del flamenco que, por supuesto, no es ni andaluza ni española siquiera, sino precisamente flamenca, una identidad etérea y férrea a la vez.
Gilles Deleuze y Félix Guattari hicieron un magnífico libro sobre la poética del flamenco sin saberlo en aquel “Por una literatura menor” (1975) que dedicaron a Kafka. Efectivamente, lo “menor”, y no solo como rasgo musical (que también), es una cualidad básica del flamenco. A la vez, desterritorialización y voz de la comunidad. Exactamente. No es necesario el relato unívoco ni el narrador omnisciente ni la unificación estilística ni la lógica curricular y biográfica de la trama para mantener anudada una sociedad, una comunidad. El estado moderno se construye sobre las bases de la novela y esta fragmentación flotante del sentido que el flamenco propone es una alternativa política a la hora de hacer lo común.
Georges Bataille reconocía en la “afición” flamenca eso que, después, Maurice Blanchot llamaría “una comunidad inconfesable”. La comunidad de los lectores del mismo libro, por ejemplo. Y el flamenco se hace así, la letra de la canción está en usufructo. Todos podemos utilizar esta o aquella cuarteta, recombinarla y alcanzar otros sentidos. Estos collages, o collares, donde las letras se suman como cuentas, eso es lo que permite también la degeneración del flamenco. No solo en el sentido que le dieron Max Nordau o los nazis nacionalsocialistas. También en el desmontaje de género, por ejemplo, donde una misma letra puede ser heteropatriarcal o queer, dependiendo de la letra que le pongas al lado, dependiendo del collar de sentido en el que la insertes. Al fin y al cabo, estamos montados por capas, funcionamos como el bricoleur que Claude Lévi-Strauss describiera en “El pensamiento salvaje” (1962). Y qué es el ADN sino un collar de sentido. ∎