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Firma invitada / Bonus track

La elección de Paul

11. 01. 2022

S

iempre recuerdo (¿cómo olvidarla?) la impresión primera y tremenda y casi insoportable de llegar a esa parte de “La decisión de Sophie”, novela de William Styron publicada en 1979, en la que la protagonista se veía obligada a elegir entre salvar a hijo o hija de camino al matadero nazi. Y, sí, Sophie Zawistowska (quien al poco tiempo tuvo rostro y acento de Meryl Streep en la adaptación cinematográfica que firmó Alan J. Pakula) escogía porque no le quedaba otra opción que decidirse por una u otro. Y, claro, Sophie jamás se sobreponía al espanto y a la culpa de haber elegido (y, si se trata de seguir temblando, pensar en que alguna vez los best sellers histórico-románticos estaban así de bien escritos primero y actuados luego).

En cualquier caso, me acuerdo de que por entonces –leyéndola/viéndola– pensé que, en verdad, toda vida estaba, desde sus inicios y hasta el final, confeccionada en base a alternativas/disyuntivas, si bien no tan tremendas, igualmente trascendentes.

¿Papá o mamá? ¿Batman o Superman? ¿Coca-Cola o Pepsi? ¿Dios o la Nada? ¿Este o aquel equipo de fútbol? ¿Él/Ella o Ella/Él? ¿Tolstói o Dostoyevski? ¿Mono en vinilo o Stereo en CD? ¿Windows o Mac? ¿Orson Welles o Stanley Kubrick? ¿Izquierda o Derecha? Y así hasta el ¿enterrado o cremado?

Habiendo nacido en 1963 y, por lo tanto, habiendo coincidido mi infancia profunda con las primeras y acaso más poderosas radiaciones de The Beatles (entre paréntesis: Argentina alguna vez fue un país beatlesco para luego degradarse en país stoniano o, peor aún, rolllinga), a mí también me tocó, a lo largo y ancho de mi pubertad-adolescencia-primera juventud, el enfrentarme a uno de los multiple choice-Jekyll/Hyde-à deux más brutales. Dilema consecuencia directa de la separación del cuarteto (de nuevo entre paréntesis: probablemente el crack-up de los Beatles fue lo que influenció/autorizó, apenas subliminalmente, la inmediata ola de divorcios en la generación de mis padres y, de pronto, ya no cotizaba al alza aquello de “all you need is love”, sino el “you never give me your money”).

A saber y a no saber muy bien qué contestar, otro temblor: ¿Lennon o McCartney?

Y –advertencia– no valía el escaparse por la tangente sonriendo un “Ringo” o enarcando ceja con un “George”.

Tantos años después –a mis 58 años y cada vez más cerca de mis 64–, por fin, ya era/es hora/tiempo, puedo responder con autoridad y certeza y sin duda alguna: Paul.

Y he alcanzado semejante alivio sin remordimiento alguno con la ayuda de recientes evidencias que a mí se me antojan incontestables: las conversaciones con Rick Rubin en la serie de Disney+ “McCartney 3, 2, 1” (2021); el megadocumental, también en Disney+, “The Beatles: Get Back” (2021) de Peter Jackson (así como su companion book de transcripciones/fotos) explorando hasta el más mínimo detalle y gruñido ese virtual “expediente X” que fue la casi desesperada creación un tanto incrédula de “Let It Be” (1970), y los contundentes dos volúmenes de la autobiografía cantada en orden alfabético “Letras”. Lugares todos en los que McCartney amorosamente (pero sin por ello dejar de marcar territorio) recuerda sin la ira de la larga entrevista “Lennon Remembers” (1971) vomitando sobre la grabadora de Jann Wenner. Y allí Paul comenta melodías y versos que dieron sentido a su vida y a las de tantos otros durante su paso por los Fab Four, Wings y su catálogo solista.

Paul, quien, hasta el día de hoy, sigue discutiendo que esa cumbre que es “In My Life” (aunque un algoritmo matemático-estilístico-estético de esos que andan sueltos por ahí haya probado lo contrario y tal vez por ello haya decidido no incluirla entre sus “Letras”, donde más de un crédito se reordena ahora como “McCartney y Lennon”) es más suya que de John, a quien su “Coming Up” despabiló de tanta modorra utópica-doméstica y alejó un tanto de su adicción a la yokoína.

Paul, con su pulgar siempre en alto, insistiendo una y otra vez en que él era el más vanguardista y experimental del grupo con esa voz como de Sylvester Stallone que se le pone cuando no está sobre un escenario de megaestadio.

Paul, que no deja de producir aunque siga creyendo en el yesterday.

Y, sí, ahí está la razón de, ahora, preferirlo.

Lennon, de acuerdo, es un creador (pero, digámoslo, sus himnos-eslóganes utopistas-solipsistas dejan de funcionar cuando uno ya comienza a intuir ese horizonte hacia el que acabará cabalgando). Y, de acuerdo, “John Lennon / Plastic Ono Band” (1970) es una obra maestra de la (luego tantas veces emulada) catarsis-pop en público y, claro, John es la ácida adolescencia rebelde mientras que Paul es la dulce madurez bien asentada.

Sí: a esta altura del álbum conceptual de mi vida, la figura de Paul –con sus muchos altibajos, pero, también, con cimas como “McCartney” (1970), “Ram” (1971, con Linda McCartney), “Band On The Run” (1973, con Wings), “Back To The Egg” (1979, también con Wings), “McCartney II” (1980), “Tug Of War” (1982), “Flowers In The Dirt” (1989), “Flaming Pie” (1997), “Chaos And Creation In The Backyard” (2005), “Memory Almost Full” (2007), “New” (2013) y “McCartney III” (2020)– se impone porque, bueno, Paul es un trabajador.

Alguien que, a diferencia de Lennon, nunca despreció a su primera banda (es tan conmovedor como ingenioso ese momento en que le explica a Rubin que él fue un Beatle durante diez años y luego, desde 1970, es un fan de The Beatles).

Alguien que respondió al bestial y tóxico “How Do You Sleep?” de su hermano de tinta y electricidad con el precioso y admirado “Let Me Roll It”.

Alguien a quien (por todas las peores razones) le ha tocado el rol de sobreviviente y, sí, ese “Chico, vas a llevar esa carga, llevar esa carga por un largo tiempo” que cantaban los cuatro –apenas all together then– casi al final de lo que sería su último álbum luego de cruzar la calle.

Alguien para quien no debe ser sencillo ser ese alguien; aunque repita/cante una y otra vez que basta con el movimiento de un hombro para soportar el peso de ser una leyenda viva y coleando o que, en canciones sueltas a lo largo de las décadas (canciones como la ya mencionada “Let Me Roll It”, “Here Today”, “The Songs We Were Singing”, “Ever Present Past”, “That Was Me”, “Vintage Clothes”, “The End Of The End”, “New”, “On My Way To Work” o “Early Days” o “Confidante” o “Pretty Boys”) vuelva una y otra vez al análisis de ese Big Bang cuya onda expansiva aún se escucha hoy y se escuchará por siempre.

Alguien quien, en interminables giras mágicas y misteriosas, demoró lo suyo en resignarse/reconciliarse con lo más célebre y antológico de su catálogo, y que hoy por hoy, a punto de cumplir ochenta años, no se corta a la hora de un “Getting Better” cualquier noche de estas, acaso secretamente aliviado porque –por las peores razones posibles– unos Beatles reunidos no hayan tenido que pasar por los problemas de sonido que tuvo él con su “Let It Be” en Live Aid.

Alguien quien no solo es perseguido por el fantasma de los Beatles sino, también, por el de John (con el más replicante y atronador de los silencios) y el de Linda y el de George. Y –last but not least– por su propio y evocador/evocado fantasma: por el casi dickensiano fantasma de sus Navidades pasadas y presentes y futuras. Justificando y justificándose y volviendo a contar su versión del asunto. De ahí que cada nuevo trabajo de McCartney –o cada nueva parte del viejo Paul– tenga el perturbador encanto y produzca el cálido escalofrío de una sesión de espiritismo donde el médium y el espectro son la misma persona.

Alguien a quien alguna vez se dio por muerto y suplantado por doble, pero que sigue vivo y siendo único (aunque ya sospeche, como yo, que Ringo nos va a enterrar a todos).

Alguien que siempre vuelve, vuelve, vuelve al sitio al que alguna vez perteneció y al que sigue perteneciendo porque ese sitio es suyo.

Y todo eso vuelve a verse y oírse en el montaje de Peter Jackson (a partir del material de aquel “Let It Be” de Michael Lindsay-Hogg en 1970) volviendo a poner en evidencia que la de The Beatles es una de esas historias con la eterna vigencia de los mejores mitos: cuatro chicos de provincia que conquistaron al mundo entero y que desde entonces (parece mentira/imposible que toda su saga quepa en apenas la década de los 60) siguen ahí arriba, en lo más alto, sin permitirse decaer, en la azotea de varias generaciones, sonando a través del universo y nunca dejando de ser.

Y tiene su gracia que el flamante documental se emita en el canal de la Disney (la épica de los mutantes y místicos The Beatles conviviendo con la de Caballeros Jedi y con Vengadores) y lo dirija Jackson: porque el protagonizar en cine “El señor de los anillos” (dirigidos por Stanley Kubrick) fue uno de los tantos proyectos frustrados del cuarteto, que se veía como Gollum (John), Frodo (Paul), Gandalf (George) y Sam (Ringo). Tolkien no quiso saber nada entonces y ahora es justamente el director neozelandés que conquistó la Tierra Media quien se lanza a revisitar esa Pepperland en la que, de pronto, los Beatles eran los Blue Meanies de sí mismos mientras mordisqueaban la cada vez más ácida “Apple” de las discordia. Entonces, de algún modo, vivían confinados por su propio virus. Encerrados en su propia leyenda y llevándose cada vez peor, no porque no se quisiesen, sino porque empezaban a descubrir que también se podía querer a otras personas.

Y, sí, Paul es Frodo.

Es decir: Paul es el que allí peor la pasa y el que más camina y trabaja y sufre. Porque ahí –mientras George gruñe y se va y viene, John flota y se burla, Ringo espera con gracia y resignación y sueño en un rincón y Yoko ulula; todos, habiéndose adelantado a todo, inventando su “Gran Hermano”– el que se pone a toda su comunidad al hombro es Paul.

Digámoslo (arriesguémonos) a decirlo:

Paul es un buen ejemplo.

John, en cambio, es un buen ejemplar.

Y ahí está esa escena (acaso lo más comentado y encandilador de las casi ocho horas de metraje; spoiler: al final se separan) en la que Paul parece arrancar de la nada, en un puñado de alquímicos minutos del 7 de enero de 1969, lo que acabará siendo “Get Back” (y, ah, he leído comments de feroces lennonistas que la denuncian como maniobra retocada sónica-digitalmente por Paul y su entorno).

De haberlo visto entonces, en su momento, yo hubiese deseado un “cuando sea grande quiero ser así”. Visto hoy, no puedo sino pensar “cómo me hubiese gustado haber sido así de joven”.

Queda el premio de contemplarlo ahora y el consuelo de, sí, pequeñas y epifánicas iluminaciones, having read/written the books, a lo largo de algunos días en la vida. Y de que, como explica/consuela McCartney al final del prólogo a sus “Letras”, siempre –en tiempos de problemas y por un largo y sinuoso camino– “algo pasará” para volver a poner las cosas en su sitio y funcionando.

Mientras tanto y hasta entonces, permanece el alivio de que Paul continúe pasando y que nos invite una y otra vez a regresar a ese lugar al que, todos, seguimos perteneciendo porque, también, de algún modo, nos pertenece.

P.D.: Así, sí (a) Paul está muy ocupado, bueno, bienvenido sea (b) John. Y (c) George. Y (d) Ringo. ∎

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