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os últimos datos de Spotify han acentuado la agorafobia que me produce el coloso del streaming. Cada día añade 60.000 nuevos registros a su plataforma. La cifra no corresponde a una elucubración fantasiosa. Es el dato que recientemente ofreció Jeremy Erlich, uno de los principales directivos de la compañía. En abril de 2019, Daniel Ek, creador de Spotify, situó en 40.000 el número de ingresos diarios en la biblioteca musical más poderosa del planeta. Supone un crecimiento del 50% en 22 meses. Si se aproxima la lupa, el balance indica que Spotify añade una canción a su sistema cada 1,4 segundos. En términos macroscópicos significa la inclusión de 22 millones nuevos registros en 2021.
La digestión de estos apabullantes datos requiere de un buen estómago. Como el mundo Spotify es una hidra de mil cabezas, cada una de ellas digna del estudio de las consecuencias de este fenómeno digital, mi aproximación es la más básica posible, la de un usuario atacado por los peligros de la elefantiasis.
Al optimismo que me generó la novedad le ha sucedido el bloqueo por exceso. Soy un moderado consumidor de música. Pretendo estar atento a las novedades, pero sin grandes pretensiones. Me gusta disfrutar del pop, es decir, de lo que en el futuro será conocido como folk. Si alguna vez tuve el deseo de convertirme en un ratón de biblioteca, lo abandoné hace tiempo. He intentado mantener la pequeña disciplina que me permite seguir unas pocas recomendaciones de aquí y de allá, pero la invitación al infinito que me proporciona Spotify acelera una fobia que desconocía: el horror a la inmensidad.
Lejos de adentrarme en el incesante recorrido de Spotify que nos abre puerta tras puerta como a Maxwell Smart, la idea de enviciarme al reclamo de lo novedoso me paraliza. Consideremos el perfil típico de un consumidor veterano, que disfruta de la música como un elemento sustancial de su vida, aquejado desde crío por la curiosidad, con sus gustos y manías, predispuesto a reincidir en la música que le interesa y a explorar nuevas fronteras con algún cuidado, como quien mete el pie en el agua para comprobar que no está helada. Enfrente, un territorio inabarcable, sin horizonte que lo limite.
Hace poco empecé a recuperar a viejos conocidos de lo que ahora se llama americana, gente como Rich Hopkins & Luminarios, por ejemplo. Hopkins me llega desde hace mucho tiempo. No es un tipo de éxito, pero tiene su pequeña parroquia de seguidores en un mundillo que no da demasiado de sí. Creo que en ese estilo y en muchos otros, está casi todo hecho, pero disfruto de sus variaciones. Ahí entra Spotify con toda la caballería.
Cada Rich Hopkins alimenta el logaritmo de aproximación a otro Hopkins, en crecimiento geométrico, hasta el punto de producir una incesante cadena de artistas que me obliga a curiosear, escuchar y clasificar mis opiniones sin solución final, recordando que cada día ingresan 60.000 nuevas canciones de todos los estilos y que no me gustaría perderme algo verdaderamente bueno. De acuerdo, es el punto de vista de un neurótico inmaduro, pero es mi punto de vista. El que me aplasta.
Se trata de una parálisis por anticipación que me ha producido una reacción inversa. Lejos de atreverme a cruzar el Cabo de Hornos de Spotify, me he quedado en casa. Allí habita mi infancia, la adolescencia y los mejores objetos sentimentales que he guardado desde entonces. Más o menos, sé lo que se cuece por ahí fuera y estoy un poco atento por si acaso. Sin embargo, me puede el regreso, el retorno a la música que me construyó y que en algunos casos tenía olvidada o perdida. Me sirve incluso lo que me gustaba entonces y ahora no. Me sirve para indagar en mis jóvenes placeres culpables y en ñoñerías que me trasladan a escenarios personales con profundas huellas personales.
Lo más sorprendente es que en ocasiones no encuentro esas canciones. ¡Spotify publica 60.000 nuevas canciones al día y no registra “Simone”, aquel temita de England Dan y John Ford Coley no apto para diabéticos que tanto significó para mí! ¿Qué hay del trío Smith, Perkins & Smith? ¿Dónde está “If It Was So Simple”, el disco de Longdancer con David Stewart en modo folkie meloso que precedió a su pompa en Eurythmics? Mierda, tampoco está. Deseaba un apacible viaje de retorno a lo conocido y Spoti no me lo permite. Me prefiere neurótico y ansioso. ∎