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onald Trump presume de su libro “The Art Of The Deal” (1987) – aquí, “El arte de la negociación” (1989)– como una biblia de las negociaciones, inevitablemente victoriosas para quienes siguen sus consejos. Es raro que no haya escrito otro más apropiado a su carácter y su falta de escrúpulos. “The Art Of No Deal” (“El arte del desacuerdo”) sería más adecuado al perfil de este vicioso del conflicto.
Adiestrado por su padre, un racista y turbio promotor inmobiliario, su mayor talento no ha sido otro que identificar o generar un foco de conflicto, agitarlo con mano de coctelero, trasladarlo al público y colocarse en el lado más inmoral de la polémica.
Con este talento innato, frecuente entre los más malvados, Trump construyó otro aspecto esencial de su figura: la fama, condición que en la época que corre es más decisiva que nunca. Fue famoso por rico, mujeriego y escandaloso, pero los tiempos no le beneficiaron tanto.
El siglo XXI le vino como un guante. Significó el nacimiento de un tiempo inflamable y divisorio, escenario agigantado por internet y las nuevas tecnologías. Cada época ha tenido su Trump particular, pero la actual ha producido al Trump de carne y hueso, el que permanecerá en la Historia, con consecuencias inquietantes.
Interpretar a Trump desde la ética nunca tuvo sentido. Nunca temió a la mentira. Siempre obtuvo un rédito exponencial de la falsedad. Sabe que la verdad tiene un anverso, más fácil de colocar y bastante más difícil de comprobar. Con el fino olfato de los mafiosos, detectó desde joven la avidez de la gente por la mentira.
Nunca se ha arrugado ante las consecuencias. De esas cuestiones se encargan sus abogados, perfectamente educados en el fango. A Trump no le preocupa jamás el grosor de la mentira. Cuanto mayor, mejor. Es la ecuación que satisface su delirante ego, el primer rasgo que lo caracteriza.
Este tiempo, y una sociedad estadounidense enferma de desigualdad, codicia y racismo, anticipaban la estrepitosa irrupción de un personaje sin anclaje político, ignorante, divisorio y tóxico, un hombre al que le bastaron tres palabras –“Obama es africano”– para olfatear la atmósfera política, alimentar la mentira y entrar en escena como un elefante.
Trump adivinó al instante que tenía público. Más aún, que su público era tan ingente como impresionable. Solo necesitaba cultivarlo y acentuar los peores instintos, si era preciso con el aire de un descamisado. Qué importaba si había nacido con una cuchara de plata en la boca: la falacia funcionaba, además, con el perfumado aval de los sectores políticos, económicos y religiosos más reaccionarios de Norteamérica.
Lo sustancial era el éxito, y el de Trump ha sido arrollador. Siempre estuvo adiestrado en el arte del conflicto y el desacuerdo. Encontró la plataforma ideal en un reality show –“The Apprentice”– que le regó durante 13 años de millones y una audiencia fanática. Entendió al dedillo el signo de los tiempos. En las campañas de 2016 para la designación del candidato republicano a la presidencia y en la posterior pugna con Hillary Clinton, demostró que conocía la verdadera temperatura del alma norteamericana infinitamente mejor que su rival y los dos grandes partidos estadounidenses.
La divisa de Trump es fracturar para facturar. Lo aprovechó a escala menor en la escena mediática –un personaje popular del chismorreo neoyorquino– que precedió al boom tecnológico. Trump detectó al instante la mina de oro que le ofrecían universos como Twitter y Facebook: instantáneos, adictivos, agitadores, divisorios, manipulables y sin filtros. Un territorio a su exacta medida. Si no hubiera nacido, esta época habría alumbrado un Trump. Produce angustia pensar en las consecuencias. ∎