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El fallecimiento en 2009 de Erick Lee Purkhiser, alias Lux Interior, cantante y hombre espectáculo de The Cramps –entre otras cosas– a los 72 años –edad fatídica con menos prensa que los famosos 27, pero casi igual de recurrente en el mundillo de la música con mala vida–, dejó al rock’n’roll sin uno de sus intérpretes más creíbles y programáticos. Amortiguado con el paso de los años el trauma de su desaparición por aquel –no tan– inesperado desgarro aórtico, puede pensarse, desde un punto de vista exclusivamente artístico –jamás humano, por descontado– que Lux hizo mutis por el foro bastante a tiempo, es decir, antes de deslizarse definitivamente hacia la autoparodia por la decadencia de sus propias exigencias escénicas cercanas al sadomasoquismo circense –lo de Ryder The Eagle está muy bien, pero sin sangre se queda a años luz de Lux o Iggy Pop– que empezaba a mostrarse lógicamente en los últimos años de la banda.
Dick Porter, autor de libros sobre The White Stripes o Ramones –The Cramps eran muy amigos de Johnny Ramone–, entrega un pormenorizado retrato cronológico del grupo que oscila entre la complicidad de fan y una notable erudición periodística que le permite relatar, además del jugoso itinerario vital de la banda, las épocas, estilos, escenas y artistas conectados a su ideario estético. Elvis Presley, Little Richard, los programas radiofónicos de Pete “Mad Daddy” Myers –a quien Lux atribuía la invención del término rock’n’roll–, el atrabiliario Ghoulardi, los cómics de terror, las pelis de ciencia ficción de serie B de los años cincuenta, las sustancias psicoactivas, el sexo, la pura diversión, el coleccionismo discográfico, Betty Page, Liberace, The Flamingos, Jack Nitzsche o New York Dolls, Charlie Feathers, Link Wray y su fabuloso instrumental “Rumble” o lemas como “sacar el máximo de lo mínimo” son solo una muestra del combustible quemado por dos inadaptados que cruzaron sus caminos en la Universidad Estatal de Sacramento. Allí estudiaron arte, chamanismo y otras materias inútiles para la vida convencional Lux Interior y Kristy Marlana Wallace, aka Poison Ivy Rorschach, la guitarrista con “la mirada de las mil yardas”, antes de mudarse a Nueva York en 1975 y conquistar a hierro el CBGB –donde tuvieron que competir con marrajos de la modernidad como Suicide, Television o Talking Heads– para recalar un lustro después en la mucho más pacífica California.
“Viaje al centro de los Cramps” (“Journey To The Centre Of The Cramps”, 2015; Liburuak, 2023) dibuja a los inventores del psychobilly como representantes de los Estados Unidos más friquis y ajenos al sueño americano. Ivy y Lux confesaban sentirse mucho más comprendidos en Europa que en su país natal. Porter nutre y desahoga el texto, precisamente, con la inserción de numerosos fragmentos de entrevistas con sus protagonistas –referenciadas genéricamente en un anexo–. Otro acierto de la edición son las instructivas notas del traductor, Javier H. Ayensa, que ayudan a entender la rica jerga –“top halter”, “beachnick”, “stomp and surf”, “slapback”, sin faltar los usuales “fuzz”, “feedback”, “rockabilly”…– de aquel universo vetado a la realidad ordinaria en el que The Cramps parecían vivir inmersos las veinticuatro horas del día. En realidad, no sería tanto, aunque Porter no entra mucho en esta cuestión dedicándose más bien a alimentar el mito en modo hagiografía. The Cramps simbolizaron la identificación romántica entre obra y autor como nadie.
En consecuencia, el trayecto musical de los Cramps no fue un camino de rosas, aunque pudieron vivir de sus discos y conciertos. Largos parones –apenas grabaron ocho álbumes de estudio en treinta años–, breves estancias en los sellos discográficos y salidas constantes del cuarteto cuyos únicos miembros permanentes fueron sus compositores Ivy –alma musical y creadora del nombre del grupo– y Lux –ideólogo–. Por allí pasaron comparsas geniales como Bryan Gregory, el Bad Seed Kid Congo Powers o el batería más duradero del grupo, Nick Knox, todos ellos con sobrenombres elegidos por sus recalcitrantes jefes, característica definitoria de un proyecto con inconfundibles guiños de secta maléfica –un tal Stephen Morrissey ayudó a gestionar su efímero club de fans–.
El florido túrmix de los Cramps batía sin rubor rockabilly, exótica, surf, rhythm’n’blues, doo-wop, shock rock –alargada sombra la de Screamin’ Jay Hawkins–, garage, punk, blues, glam, burlesque. Aborrecían lo épico y el elitismo, se disfrazaban como “acto de comunión con su público” y se resistían a definir su música como arte o a considerarse un grupo de culto. Enarbolaban los valores –malvados– del rock’n’roll primigenio, música para rufianes que algunos querían corromper con buenismo: “Estamos cansados de que se maltrate la esencia del rock’n’roll, del buen nombre que se le da, no estamos para dar de comer a los hambrientos, queremos devolverle la maldad”, Lux dixit.
The Cramps fueron estigmatizados como una subespecie de rock paródico, conservador, creativamente estancado en los años cincuenta y sexista. Títulos como “Smell Of Female” no pasarían actualmente el corte de la corrección política, aunque los stilettos de Lux y la constante presencia de mujeres en el grupo despejarían toda sospecha de machismo. Por otro lado, su pócima probó resistencia a las modas. La razón puede encontrarse en el estudiado exotismo de la banda sobre el escenario –Porter recupera la anécdota de Mark E. Smith, defensor de una austeridad soviética en The Fall, cuando criticó personalmente a Lux por su “innecesaria” teatralidad–, pero también en el clasicismo de un repertorio que sabía combinar cuidadas versiones del rockabilly más oscuro –todavía se encuentran en el mercado recopilatorios con muchos de aquellos temas originales coleccionados compulsivamente por The Cramps– junto al talento para crear temas propios cimentados en los delirantes registros vocales de Lux –pocos conmilitones han aullado como él, con permiso de Alan Vega o Javier Corcobado–, en la frescura y creatividad guitarrística de Ivy y en detalles definitorios de su sonido como los tambores tribales o la ausencia de bajo eléctrico, especialmente durante los primeros años de la banda, sustituidos con pedal fuzz y mucho feedback grave cortesía del difunto Bryan Gregory.
Es improbable que el rock, moribundo hace décadas, genere un grupo tan divertido como The Cramps. Dick Porter cuida bien de ese mismo espíritu y es inevitable soltar alguna carcajada durante la lectura. La vis cómica y originalidad de Lux eran indiscutibles, aunque también renegara de esto último. Es verdad que cantar con hipo ya lo hizo Charlie Feathers –su clásico “Can’t Hardly Stand It” es un ejemplo que los Cramps tributaron religiosamente–. Tampoco sería el primero en meterse el micro en la boca, técnica que su némesis en The Fall también practicó con profusión junto a la regurgitación de oscuridades rockabilly o la laminación de empleados –aquí Mark E. Smith gana de largo–. The Cramps fueron brillantes y paradójicos casando terror y candor, frivolidad y compromiso, mimesis y poiesis, adolescencia y profesionalidad, minimalismo y desparrame, martirologio y comicidad, sentido y sinsentido. Su arte era criminal, beodo, crudo y contagioso como el rockabilly –el “punk de los años cincuenta”, según Ivy– enraizado, a su vez, en el blues más calenturiento. ¿Originales? Después de leer el libro y escuchar atentamente: ninguna duda. ∎