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Por Alberto Richart→
06. 05. 2022
Confieso que tengo una pequeña fascinación por los personajes que no se enteran de nada. Lunáticos en los márgenes de lo establecido, que confían ciegamente en sus propias creencias sin apenas contrastarlas con la realidad. Figuras que viven dentro de sus dimensiones mentales y que, por diferentes circunstancias, acaban aislados del mundo. Me viene a la mente, por ejemplo, aquella Katrin Sass de “Good Bye, Lenin!” (Wolfgang Becker, 2003), quien despierta de un coma después de la caída del Muro de Berlín y a la que le costará mucho más tiempo despertar del letargo comunista.
Algo similar sucede en “Onoda. 10.000 noches en la jungla” (2021; estrenada en España en 2022), que basa su historia en el caso real del testarudo Hiro Onoda, un teniente japonés que fue enviado a la isla filipina de Lubang poco antes de finalizar la Segunda Guerra Mundial. El joven soldado continuó con su obcecada misión de desestabilizar al bando estadounidense hasta 1974, casi 30 años después del fin oficial del conflicto. Onoda se negó a creer las noticias sobre el fin de la guerra hasta que su comandante, Yoshimi Taniguchi, ya retirado de la vida militar y convertido en librero, fue forzado por el gobierno a acudir a su encuentro para solicitar su abandono de las armas. Aquellas 10.000 noches del título las pasó Onoda a la intemperie, tratando de sobrevivir en el agitado clima de la isla. Primero, en compañía de una tropa guerrillera. Y posteriormente en solitario, abandonado en su propósito cuando los soldados que estaban a su mando caían derrotados por inanición, envenenados o malheridos.
La historia de este luchador sin causa y a la deriva es una anécdota demasiado suculenta como para dejarla escapar. El cineasta francés Arthur Harari la acoge con el ritmo pausado de quien observa todas aquellas acampadas bajo la lluvia torrencial. Situada temáticamente entre la premisa irrelevante de “Carga maldita” (William Friedkin, 1977) y el delirio de “Fitzcarraldo” (Werner Herzog, 1982; Herzog también se ha acercado al personaje en su libro “El crepúsculo del mundo”), el filme sigue las desventuras en la selva del incorruptible Onoda, primero interpretado por Yûya Endô, para ser reemplazado posteriormente por Kanji Tsuda en la edad más avanzada del personaje. Su extensa narración adopta una compostura desafiante, como retador es el dogma mental por el que se rige el propio código de honor de Onoda. A los pasos de plomo del protagonista, plagados de decisiones desacertadas, le sigue un humor subyacente que emerge a la superficie en breves ocasiones para remarcar el patetismo de la situación y lo superfluas que comienzan a sentirse sus propias reglas con el paso del tiempo.
Esta rectitud violenta es la que lleva al personaje de Onoda a la indigestión. Harari trata de equilibrar lo odioso de su personaje mediante la explotación moderada del recurso paisajístico, sin caer en el preciosismo, y el uso de algunos flashbacks que tratan de razonar el compromiso de Onoda hacia la causa. El relato no solo se presenta como una carta abiertamente antibelicista sobre el sinsentido de la amenaza –un mensaje nada desdeñable en un mundo donde existen figuras como Vladimir Putin–, sino que propone un estudio sobre la relatividad del bien y del mal según los dictámenes sociales: si ayer éramos enemigos mortales de Estados Unidos, hoy fumamos sus cigarrillos y celebramos la llegada a la Luna.
La odisea selvática de Harari y su coguionista Vincent Poymiro, premiados por su trabajo en el Festival de Sevilla y en los Premios César, también apunta hacia un patriotismo existencialista, desembocado en el riguroso sentido del honor japonés, el respeto por los himnos y la camaradería. La segunda mitad de la película casi se convierte en una buddy movie sobre el colegueo (o bromance) entre Onoda y el cabo Shôichi Shimada (Shinsuke Kato), mientras que su primer plano final, en un helicóptero hacia la civilización, escudriña los efectos de la guerra –la física y la psicológica– sobre los cuerpos en lucha. ∎
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