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Del bolero al son, del chachachá a la guaracha, ninguna otra cantante cubana ha logrado desgranar el tesoro musical de la isla durante tantas décadas como Omara Portuondo. Estrella del Tropicana en los años cincuenta, musa absoluta del filin, mito revivido gracias a Buena Vista Social Club y reivindicada últimamente por C. Tangana, su voz sigue sin apagarse a los 92 años. El documental “Omara”, de Hugo Pérez, se presenta este jueves, 3 de noviembre, en los cines Aribau dentro del festival In-Edit, ocasión que la traerá a Barcelona para compartir la historia de su vida y recordar algunas de las canciones que la han hecho eterna.
Omara Portuondo es Cuba. Su rostro afable, lleno de una ternura que no ha hecho más que reavivarse con los años, recubre murales desconchados en las calles de La Habana, estampados en los tonos azul turquí, blanco y rojo de la bandera revolucionaria. Tras más de setenta años encarnando temas inolvidables, su voz es una institución nacional, profundamente arraigada en el sentir de la isla. Esa voz ha inflado la ilusión del romance, se ha rendido ante la belleza de las noches del Caribe y ha suturado los desgarros del desamor en letras inmortales de grandes compositores cubanos como Osvaldo Farrés, María Teresa Vera o Miguel Matamoros, entre tantos otros.
Con su manera de cantar, Omara es una orfebre de la nostalgia, engarzando los recuerdos como lágrimas de rubí. Muchas de las escenas de esos boleros y sones la devuelven a su juventud en La Habana durante tiempos felices que ni el recuerdo de la pobreza ni el castigo de los años han podido empañar. Ella nunca renunció a seguir viviendo en esa ciudad maltratada pero de una belleza estoica, imperturbable, de la que sigue enamorada. Así lo corroboran algunas de sus escuetas respuestas en esta apresurada entrevista por correo electrónico.
Esperanza Peláez, la madre de Omara Portuondo, había nacido en Cuba en los albores del siglo XX en una familia burguesa de ascendencia española. Estaba destinada a una vida acomodada, con lujos asumibles, pero se enamoró de un jugador de béisbol que no tenía dinero, Bartolo Portuondo. Él era negro y ella blanca, y ni siquiera estaba bien visto que caminaran juntos por la calle. Los padres de Esperanza la intentaron disuadir por todos los medios, planeando incluso un matrimonio de conveniencia con un joven adinerado más acorde a su estatus. Pero fracasaron y la acabaron repudiando. Ella renunció a su herencia para casarse con Bartolo e instalarse en una pequeña casa del barrio de Cayo Hueso, donde nacieron Omara y sus dos hermanas.
“Nos reuníamos mis hermanas y mis padres a escuchar la radio y cantábamos juntos”, rememora Portuondo, hablando de los recuerdos musicales de su infancia. Aquella vivienda humilde donde creció era una de las casas que en la época llamaban “accesorias”. Tenía un pequeño patio en la parte de atrás, que sus hermanas y ella enjabonaban cuando llovía para hacer que el suelo deslizara y patinar. Allí era donde cocinaban y donde ella escuchó por primera vez canciones como “La bayamesa”, “Veinte años” o el pregón “El manisero” cuando sus padres preparaban la comida. También oía canciones que sus vecinos cantaban en los solares del barrio. Esas letras se convirtieron en una parte fundamental de su vida y de su identidad como intérprete.
“Éramos pobres, así que disfrutábamos caminando por el Paseo del Prado y el Malecón. Aún disfruto los paseos por aquellas calles”, recuerda. Preguntada por qué queda de esa Habana a día de hoy, esquiva una respuesta clara, pero admite que en aquellos años “La Habana era muy hermosa y tenía mucho movimiento y vida social”.
Omara tuvo la oportunidad de tomar clases de canto, danza e interpretación en la escuela municipal Alfredo Aguayo como estudiante becada. Quería aprender ballet, pero no la dejaron por ser mulata. También le gustaba jugar al baloncesto.
Su hermana Haydée fue fundamental en la construcción de la cantante legendaria en que acabó convirtiéndose Omara Portuondo. Asistieron juntas a aquella escuela de artes, donde las dos cantaban en el coro. Según Omara, Haydée tenía incluso más cualidades que ella como cantante y bailarina. De hecho, su carrera despuntó antes, cuando la contrataron para el cabaret del Tropicana.
Omara la acompañaba a los ensayos de un número que estaban preparando para estrenar. En el cuerpo de baile había una chica que no conseguía aprenderse los pasos, incapaz de seguir la música. Tenían que debutar y la acabaron echando, así que Haydée insistió en que Omara la reemplazara. Ella no quería porque le daba vergüenza tener que enseñar los muslos, pero terminó haciéndolo.
El Tropicana se convirtió en su mejor escuela durante los años cincuenta. Allí pudo conocer a Nat King Cole y verlo cantar sentado al piano, enfundado en su esmoquin blanco, y coincidió con otras dos inmensas estrellas cubanas, Celia Cruz y Olga Guillot.
Rodeado de selva exuberante, aquel lugar era un reducto de opulencia, glamur y belleza artificial que no podía distar más de la vida normal en Cuba. Sus escenarios exquisitamente diseñados con decorados suntuosos albergaban algunas de las mejores bailarinas y orquestas del mundo. Eran propios de un musical de Broadway o de un casino de Montecarlo.
A mediados de los años 50, el Tropicana ya se había convertido en un templo de la música cubana donde, noche tras noche, se engrandecía el talento de voces míticas de la isla como Rita Montaner, Bola de Nieve o Zoraida Marrero. Omara y su hermana Haydée tuvieron la oportunidad de pisar las tablas que habían honrado aquellos gigantes con Elena Burke y Moraima Secada, las otras dos integrantes del Cuarteto Las D’Aida, el fabuloso combo vocal dirigido por la pianista y arreglista Aida Diestro.
Al intentar sonsacarle secretos sobre las noches salvajes que seguro vivió en el Tropicana en la segunda mitad de los cincuenta, cuando el Cuarteto Las D’Aida era uno de los nombres fijos en el cartel de cada velada, Omara prefiere eludir los detalles: “Bueno, fueron muchas noches y pasaban cosas todos los días”. Sin embargo, sí se abre a compartir por qué para ella ese escenario mítico sigue siendo especial: “En lo personal, lo que más me gustaba de aquel lugar era cantar con mi hermana Haydée en el Cuarteto Las D’Aida”.
La mención a su hermana no es casual porque haberse separado de ella es quizá uno de los mayores dolores de su vida: cuando ya había triunfado la Revolución, después de actuar con el Cuarteto en el Hotel Fontainebleau de Miami, Haydée decidió quedarse en Estados Unidos para no regresar a La Habana jamás. Pero Omara no estaba dispuesta a renunciar a Cuba.
Antes de tener la oportunidad de bailar en el Tropicana y de unirse a su hermana y a Elena Burke y Moraima Secada en el Cuarteto Las D’Aida, Omara ya había cantado con el grupo Loquibambia, animada por el pianista Frank Emilio Flynn, y en la Orquesta Anacaona. Entonces era apenas una adolescente, pero un tiempo después fue Aida Diestro quien le dio los recursos para aprender a explotar todo el color de su voz. “Aida tenía una manera muy peculiar de montar las voces y la armonía”, explica. “En el cuarteto aprendí las técnicas vocales y muchas otras cosas que he aplicado en mi larga carrera”. También tuvo otros maestros, como el pianista Orlando de la Rosa o Luis Carbonell, que seleccionaba voces para los coros del Tropicana.
De la formación original del Cuarteto Las D’Aida existe solamente un disco de estudio, “An Evening At The Sans Souci” (RCA Victor, 1957). Pero menudo disco: sazonados con los arreglos explosivos de la orquesta de Chico O’Farrill y lanzados en volandas por las armonías vocales de las hermanas Portuondo, Elena Burke y Moraima Secada, estos temas son una delicia de filin cubano, esa mezcla de bolero, chachachá y rumba con influencias del jazz que tan pronto explotaba impagables letras originales –las de “Cuánto me alegro”, de Armando Orefiche; “Ya no me quieres”, de María Greve; o “Tabaco verde”, de Eliseo Grenet– como traducía estándares de jazz norteamericano.
Aquella música es la respuesta antillana a la hondura de Billie Holiday, Ella Fitzgerald o Sarah Vaughan y lleva bordada la elegancia de ambigú de la Cuba prerrevolucionaria. Pero más allá de la maestría con la que estaban compuestas, arregladas e interpretadas, esas canciones esconden verdades rotundas detrás de lo artificioso, tienen “armonías, letras e interpretaciones cargadas de sentimiento”, como puntualiza Omara.
Cuando aún estaba en Loquibambia, Omara se presentó con sus compañeros en una emisora de La Habana para versionar “Stormy Weather”, de Harold Arlen y Ted Koehler. Quizá porque iba a cantar en inglés, el locutor Manolo Ortega creyó conveniente presentarla como “Omara Brown, la novia del filin”. Con el tiempo, recuperó su apellido real. Pero nunca le preocupó deshacerse de aquel título, a pesar de que su carrera a lo largo de las décadas la ha llevado a vestir su voz de muchos otros registros. De hecho, es algo que ella menciona ante la disyuntiva de elegir un género por encima de los demás: “Disfruto todos, pero especialmente el bolero y el son. Me llaman la novia del filin, pero también me gustan el jazz, el blues, el góspel y la guaracha”.
La suerte quiso que Omara Portuondo estuviera grabando en los estudios EGREM cuando Ry Cooder preparaba las sesiones de “Buena Vista Social Club” (1997) con Ibrahim Ferrer, Compay Segundo, Eliades Ochoa, Rubén González y todos los músicos que hicieron historia con aquel disco. Necesitaban una voz femenina como contrapunto en el álbum y no hubiera tenido sentido que no fuera ella. Eligieron que cantara “Veinte años”, una de las letras que aprendió de niña, con el registro grave de Compay Segundo haciendo la segunda voz en una versión que no se puede describir más que como un milagro, igual que todo lo que tiene que ver con Buena Vista Social Club.
Omara pensó que su idilio con el proyecto se acabaría con esa toma, pero se equivocaba. Seguirían giras por todo el mundo y otros discos. Se había convertido en una parte fundamental de aquella deuda con la trova cubana. “El recuerdo más grande es haber compartido junto a tan grandes artistas cubanos, unidos como una familia”, rememora sobre todo aquello. “Eso es lo mejor que sucedió para mí en ‘Buena Vista Social Club’”.
En el documental que Wim Wenders rodó sobre Buena Vista Social Club hay una secuencia impagable: conforme la cámara gira en círculos, rodeándolos, Ibrahim Ferrer y Omara graban su versión de “Silencio”, el bolero del puertorriqueño Rafael Hernández que entraría en “Buena Vista Social Club Presents Ibrahim Ferrer” (1999). Están frente a frente, mirándose a los ojos, envueltos en telúricas guitarras eléctricas que parecen rescatadas de otro tema delicioso –“Locura azul”, de Los Zafiros– y que son como cortinas que los resguardan de las miradas del mundo. Al terminar de cantarla, las lágrimas resbalan por las mejillas de Omara. Ibrahim la abraza y saca un pañuelo de su bolsillo para secarlas. Es un instante tan conmovedor que es inevitable sentir pudor al preguntarle por él: “Es un tema muy bonito y su letra está dedicada a tantas personas en este mundo que no expresan determinados sentimientos, que prefieren guardarlos en silencio”, responde. “Cantarla junto a Ibrahim fue una emoción inexplicable”.
“Buena Vista Social Club Presents Omara Portuondo” (World Circuit, 2000), que volvió a incluir otra rendición desarmada de “Veinte años”, es su álbum más majestuoso, además de un acto de justicia, igual que el primer volumen de Buena Vista Social Club y todos los discos que formaron parte de la serie. A aquel apogeo le siguieron discos con Chucho Valdés y Maria Bethânia y extensas giras, haciendo calar la convicción general de que Omara es la mayor voz viva de Cuba.
En su obsesión por rescatar voces icónicas españolas y latinoamericanas para “El Madrileño” (2021), C. Tangana reparó en Omara para la magnífica “Te venero”, incluida en “La sobremesa” (2022), el apéndice de aquel álbum. Omara se muestra agradecida con él: “Eso fue una colaboración que él me pidió. Yo estuve encantada de hacerlo. Es un chico simpático, muy amable. Estoy muy contenta. Aparecer como su mamá en este tema fue muy bonito”.
Pese a la humildad que sigue haciéndose evidente en todo lo que hace, la gente se refiere a Omara Portuondo como una diva, como la reina de la canción cubana, algo de lo que ella siempre ha recelado: “Siento que soy sencillamente Omara, la que nació en Cayo Hueso, un lugar de La Habana. Así me siento y así voy a morir”. ∎