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Brötzmann aprendió a tocar el clarinete de niño antes de dar el salto al saxofón, y estudió arte en la Werkkunstschule de Wuppertal. Su objetivo en la vida era dedicarse al arte, donde había aprendido a utilizar la libertad de expresión personal y a situarla por encima de todas las reglas. Por esa razón entró en contacto con el artista surcoreano Nam June Paik, pionero del videoarte e integrante del movimiento Fluxus, al que asistió en una exposición en la galería Parnass de Wuppertal. A través suyo, Brötzmann conoció a otros miembros de Fluxus como Tomas Schmit, con quien participaría en algunas actividades Fluxus en Ámsterdam a mediados de los sesenta. Pero en paralelo al arte mantenía una actividad musical… que a nadie gustaba. Era jazz o, más bien, “su” jazz, pero para la gente del jazz no lo era. E incluso para músicos contemporáneos de conservatorio ni siquiera era música. Fueron Paik y Joseph Beuys –a quien había conocido en la cercana Düsseldorf– las personas que lo animaron a seguir adelante, construyendo algo nuevo e inédito.
En aquella época, el jazz podía ser muchas cosas: divertido como el dixieland, intelectual como el hard bop o elegante a la manera de las big bands. Pero para Brötzmann el jazz podía ser la música más rebelde, la gran ruptura con todas las tradiciones, lo completamente diferente. Una forma de protesta contra la guerra, el fascismo, el racismo y el zeitgeist. Lo que estaba haciendo en Viena el grupo de artistas conocido como Wiener Aktionismus –del que formaban parte Rudolf Schwarzkogler, Günter Brus, Otto Mühl y Hermann Nitsch– con la forma más radical y salvaje jamás imaginada de arte de acción. Pero la música, el jazz, aún no estaba tan avanzada como las artes plásticas. Había necesitado que llegara Brötzmann para que todo saltara por los aires.
Su música era una declaración política de lo más radical: lo invitaron a participar en una edición del Jazztagen de Berlín, pero lo “desinvitaron” a continuación porque se negó a llevar traje. Entonces contraatacó y cofundó en 1968, junto con Jost Gebers y Peter Kowald, un contraevento, el Total Music Meeting, que duraría varias décadas y terminaría siendo más interesante que el festival establecido al que boicoteó. Él hizo cambiar la música para cambiar el mundo.
Brötzmann había conocido el free jazz de Ornette Coleman o Albert Ayler y afirmaba que pasó mucho tiempo con el saxofonista Eric Dolphy para aprender de él. Pero sacó sus propias conclusiones de lo que los estadounidenses estaban prefigurando. Su música era aún más radical y ruidosa que la de los vanguardistas del otro lado del Atlántico. De hecho, Brötzmann ha llegado a inspirar la creación de un verbo en alemán: “Brötzen”, que en círculos jazzísticos significa “tocar el saxofón sin concesiones y con toda la fuerza que uno tiene”. Años después influiría en John Zorn y en James Chance y, por mediación de este, en nuestro Javier Corcobado. El mundo, a finales de los setenta, ya estaba listo para hacer volar todo por los aires.
El saxofonista y compositor también grabó discos como “Schwarzwaldfahrt” (FMP, 1977), para el que él y el batería Han Bennink se trasladaron a la Selva Negra con una grabadora. Brötzmann hacía trinar sus instrumentos, fundamentalmente saxos y clarinetes, mientras Bennink golpeaba los árboles con diversos objetos. De ahí salió otra pequeña obra maestra de un carácter muy distinto al de “Machine Gun”. Brötzmann ha sido también uno de los músicos alemanes de su generación más conectados con todas las vanguardias internacionales: a mediados de los años ochenta montó Last Exit, un supergrupo de noise-jazz-funk en el que participaban el guitarrista Sonny Sharrock, el batería y cantante ocasional Ronald Shannon Jackson y el bajista Bill Laswell. La muerte de Sharrock en 1994 provocó la disolución de la banda. Pero para entonces Brötzmann ya había dejado de limitarse a la faceta más extremista de su música.
A partir de los años noventa llegaría a afirmar, irónicamente, que quizá estaba “harto de esa basura del free jazz” y que mantener vivo el free jazz era “una tontería total”: aseguraba que había muerto hacía mucho tiempo y él mismo se encargaría de hacer cosas muy diferentes, derivando hacia lo melódico y lo bello. En 2019, por ejemplo, publicó en Trost Records “I Surrender Dear”, un álbum para el que grabó estándares de jazz sin acompañamiento. Piezas como “Nice Work If You Can Get It”, que suelen formar parte del repertorio de las bandas de jazz de hotel, encontraban en su interpretación una profundidad emocional que, al igual que en sus furiosas piezas de los años sesenta, surgía por completo del sonido de su saxofón. Aquí no era brutal y furioso, sino vulnerable, sensible y crudo. Tocaba estas piezas con sencillez, como si las silbara para sí mismo. En su último álbum, “Catching Ghosts” (ACT, 2023), que grabó en trío con Majid Bekkas y Hamid Drake en el Festival de Jazz de Berlín, se escucha a un Brötzmann hímnico que nadie hubiera imaginado cincuenta años antes… Ha sido, quizá, el último romántico. Murió el 22 de junio a los 82 años, tranquilamente, en casa, según ha contado su hijo Caspar, líder de la banda de rock experimental Caspar Brötzmann Massaker. ∎