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n 2017 y 2018, España tuvo el dudoso honor de ser el país del mundo con más artistas condenados a prisión, según el informe sobre libertad de expresión en la creación artística de Freemuse, consultora de Naciones Unidas. Estábamos por delante de Estados autoritarios o dictatoriales que encabezan las listas de violación de derechos: China, Irán, Turquía, Egipto, Rusia, Cuba, Túnez, Arabia Saudí... En esos dos años, catorce raperos fueron sentenciados a penas de cárcel por la justicia española, los conocidísimos Pablo Hasél y Valtònyc, y otros doce MCs del menos conocido colectivo de rap antifascista La Insurgencia. El primero es el único que ha sido encarcelado. El segundo se exilió en Bruselas para evitarlo. El resto está en la calle después de que se rebajase la condena de dos años a seis meses, pero tienen una inhabilitación de nueve años para la función pública.
Todos fueron condenados por las letras de sus canciones. Todos por enaltecimiento del terrorismo e injurias a la Corona. Hasél también por injurias a las fuerzas de seguridad del Estado a causa de unos tuits en los que denunciaba la violencia policial en manifestaciones, desahucios o en la tragedia del Tarajal en la que murieron 15 personas ahogadas cuando intentaban alcanzar a nado la costa española y fueron tiroteadas con pelotas de goma por la Guardia Civil. Entre los mensajes delictivos, la sentencia destacaba este: “¿Matas a un policía? Te buscan hasta debajo de las piedras. ¿Asesina la policía? Ni se investiga bien. ¿Guardia Civil torturando o disparando a inmigrantes? Democracia. ¿Chistes sobre fascistas? Apología del terrorismo”. (Aquí vendría el emoticono de ojos como platos).
Valtònyc tiene, además, una condena por amenazas al ultraderechista Jorge Campos, presidente de la asociación Círculo Balear, del que dijo que “merece una bomba de destrucción nuclear”. Ese fue el verso del delito. Lo escribió cuando tenía diecisiete años. En el juicio intentó explicarle al tribunal que la hipérbole violenta es habitual en cierto tipo de rap. No sirvió de nada. Los jueces no sabían de hip hop. Tampoco deben de saber qué es Twitter. Si lo supieran, no tenían cárcel para meter a tanto “delincuente” en chirona. De lo que sí saben es de derecha y ultraderecha. Los magistrados que condenaron a Valtònyc y Hasél tienen vínculos con el PP, la Falange y/o la Guardia Civil. La justicia española está llena de franquistas, no es ninguna sorpresa, lo que explica también por qué se ha juzgado por terrorismo a otro rapero, César Strawberry, de Def Con Dos, por hacer chistes sobre el régimen de Franco. Hay jueces en España que no consideran terrorista el franquismo, pero sí a quienes lo critican. (Aquí vendría el emoticono de “El grito” de Munch).
Entre las muchas aberraciones que pueden leerse en las sentencias condenatorias, subrayaría la que dice que La Insurgencia tiene “una religión que es la lucha sindical obrera”. La delirante frase tiene una explicación. Todos estos músicos han sido condenados por una reforma de la Ley Antiterrorista que se aprobó en 2015 presuntamente para perseguir el yihadismo en redes, pero realmente utilizada para censurar la libertad de expresión. La fecha es importante. Ese año, el Partido Popular reformó los delitos de terrorismo en el Código Penal y sacó adelante la Ley de Seguridad Ciudadana, cambios conocidos como “Leyes Mordaza” porque iban encaminados a reprimir la oleada de protesta social surgida en 2011 con el movimiento 15-M. Desde el fin de ETA, se ha juzgado por terrorismo a más tuiteros, titiriteros y raperos que a miembros de la banda. No hay más preguntas, señoría.
Podría seguir con los dislates jurídicos hasta aburrirte, pero creo que es suficiente para mostrar la evidente cacería que han sufrido estos músicos. En torno a estas sentencias, la caverna mediática y política ha construido la imagen de peligrosos terroristas que la sociedad tiene de ellos. No solo se les ha condenado en los tribunales, también en la plaza pública. Está muy extendida la opinión de que merecen la cárcel. Por unas canciones y unos tuits. Hasta tal punto se ha normalizado la anormalidad. “¡Pero es que alaban a los GRAPO y hablan de lucha armada!”, dicen algunos rasgándose las vestiduras o echando espumarajos por la boca. Sería muy fácil citar a quienes alaban a franquistas libre y alegremente sin sufrir ninguna consecuencia (el alcalde de Madrid por no irme muy lejos), pero es más contundente la respuesta de los jueces que han emitido votos contrarios a las condenas: ninguna de las letras de estos raperos supone una amenaza real, es solo retórica (nadie puede creer que Valtònyc le vaya a poner una “bomba de destrucción nuclear” al tal Campos). Pueden resultar ofensivas, incorrectas, despreciables, pero estarían amparadas por la libertad de expresión.
Es más, la justicia europea consagra que esa libertad está por encima del derecho al honor de las instituciones, que deben estar sometidas a una mayor crítica que el ciudadano común. Tanto es así que Bélgica ha modificado su delito de “injurias a la Corona” a raíz de la petición de extradición a Valtònyc por parte de España. En nuestro país, sin embargo, Pablo Hasél está encarcelado por la letra de una sola canción, “Juan Carlos El Bobón”, en la que no cuenta más que lo que ha publicado la prensa sobre los oscuros negocios y amistades del Emérito. Es evidente que estos raperos son cabezas de turco, víctimas de condenas que son un aviso a navegantes con un mensaje claro: ¡Al suelo! ¡Quieto todo el mundo!
Y lo triste es que funciona. El gremio musical, salvo honrosas excepciones, ha agachado la cabeza y ha cerrado la boca ante la monstruosa condena a prisión de catorce compañeros. Solo la plataforma No Callarem, organizada por activistas y músicos de Cataluña, puso un pie en pared para defender a los raperos. Hace unos años, se organizaron jornadas de protesta en las que participé con mi programa, “Carne cruda”. Ahora acaba de estrenarse en el festival In-Edit, gracias a un crowdfunding, el documental del mismo título, “No callarem” (Claudia Arribas, Violeta Octavio, Carlos Juan Martínez, 2022), del que he formado parte como guionista y promotor junto a la plataforma y a la cooperativa audiovisual Bruna. En la película hemos querido mostrar la dura realidad detrás del ruido. Valtònyc vive separado de su familia desde hace cuatro años y tuvo que ver por Skype cómo enterraban a su madre. Alex “Elgio”, de La Insurgencia, es un joven migrante que denuncia la precariedad y la represión en sus canciones y la ha sufrido en sus carnes. Hasél la sufre en una cárcel donde hasta le han tenido apartado en régimen de aislamiento para que no “contagie” a otros reclusos con sus ideas.
Cuando hicimos un llamamiento a los músicos para el documental, no obtuvimos una respuesta masiva. Hay miedo, como ha habido miedo de solidarizarse todos estos años con Soziedad Alkoholika o con Fermin Muguruza, vetados en ciudades de todo el Estado. Entiendo ese miedo porque lo he visto de cerca. Se cierran puertas. Se pierde trabajo. Ese miedo explica que la sociedad haya permanecido impasible cuando se detenía a músicos en sus casas, se les llevaba a comisaría, se les sometía a un juicio tras otro y, en un caso, se le encerraba, mientras en otro se le obligaba a exiliarse. El miedo es libre, se dice, pero es todo lo contrario. Es otra cárcel en la que nos vamos metiendo cada paso atrás que damos ante los recortes de libertades. La única manera de vencer el miedo colectivo es colectivamente. No se puede meter en la cárcel a miles, pero si solo unos pocos alzan la voz, irán a por ellos. El problema que tenemos los músicos en España es que no hay unidad ni organización. Hay industria, pero apenas sindicatos ni sindicados. No solo para defender la libertad de expresión, sino también los derechos laborales.
Empecé estas columnas con una pregunta, “¿Dónde está la música?”, que está en todas partes pero parece que no está en ninguna porque no aparece en las políticas culturales, se consume pero no se cuida, se oye pero no se la escucha. Me despido de ellas (porque otros menesteres me requieren) con otra pregunta que es complementaria: ¿dónde están los músicos, que no se les oye? Si no nos hacemos oír, es imposible que escuchen nuestras demandas y necesidades. Por eso tenemos que hacer nuestro el grito de los raperos condenados: “No callarem”. No nos callemos.
Gracias por tu atención y hasta la próxima. ∎