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Firma invitada / Notas fantasma

Españoles, Franco (Battiato) ha muerto

04. 06. 2021

C

reo que le habría hecho gracia este título, que le habría hecho gracia que la gente en España, para despedirlo, haya compartido en redes fotografías de pintadas de “Viva Franco” tuneadas con su apellido, para transformarlas en “Viva Franco Battiato”. Creo que le habría hecho gracia al autor de versos como “prefiero la ensalada a Beethoven y Sinatra”, porque hay humor en muchas de sus rimas, porque detrás del filósofo también había un cómico, detrás del cantante culto estaba el popular y detrás de sus gafas de hombre serio, sonreían unos ojos divertidos. Lo sé porque lo vi de cerca, tuve la suerte de entrevistarlo y miraba alrededor como si pillara un chiste que casi nadie ha entendido. Eso era. Franco Battiato nos llegaba porque nos hacía ver lo que casi nadie puede ver por sí solo: la dimensión insondable, que proclamaba en “Nomadi”.

Qué difícil es descubrir el alba dentro de las sombras, también decía en “Prospettiva Nevski”, y él lo conseguía. Eso era. Érase un hombre a una nariz y a unas gafas pegado con las que podía ver la luz en la sombra, olfatear “los bajos fondos de la inmensidad”. Érase un músico que iba una nariz por delante, que empezó en la experimentación y acabó en el pop, cuando se dio cuenta de que el pop era la síntesis con la que podía decir más con menos y acercarse más al pueblo. Érase un poeta con unas lentes de aumento para ver lo cósmico en lo minúsculo, lo sagrado en lo profano, lo bello en lo cotidiano, lo eterno en una imagen fugaz.

Eso era. Eso era lo que más me gustaba de la poesía de Battiato, la acumulación de imágenes y trazos sueltos, referencias diversas y dispersas, detalles anecdóticos, inconexos, que juntos explican el mundo. Tenía esa capacidad de decir algo profundo de manera sencilla. De hacer accesible lo elevado. De contar de forma elegante y ligera lo más complejo y lo más íntimo. En eso me recuerda a Leonard Cohen. En la habilidad que tienen ambos para emocionar desde el sosiego, para quebrarte sin quebrarse. También en ese sonido de teclados de los 80, que hoy resulta un poco añejo, pero que ellos han hecho imperecedero. Battiato fue más vanguardista, venía de las locuras sonoras de los 70, y en eso me recuerda a Caetano (quizá, también, porque ambos cantaron “Cucurrucucú”). Pero aparte de estos parentescos, Battiato era una isla porque él mismo venía “de la isla de Sicilia / que no está lejos de África / tierra extranjera”, como cantaba en “Chanson egocentrique”.

Eso explica muchas cosas. Eso explica que fuera una rareza, un extraño, al mismo tiempo terrenal y espiritual, medio europeo y medio africano, tan fascinado por la meditación como por el baile, por el sufismo como por el ritmo, por la experimentación como por la tradición, por lo primitivo como por lo sofisticado. Por eso nos toca, por eso Battiato le toca la fibra a tanta gente tan distinta, porque en él se cruza lo viejo y lo nuevo, Oriente y Occidente, San Juan y Santa Teresa, los derviches que giran y la electrónica que cruje, el pop y la ópera, la calma y el rock, la poesía y la filosofía, porque a él le atraviesan muchos caminos y alguno de ellos seguro que te atraviesa también a ti.

Sus caminos se cruzaron con nuestro país muchas veces. Aquí tuvo una segunda patria y regrabó en español sus temas más conocidos. Muchos nos hicimos franquistas, pero de Battiato. La mayoría tenemos el mismo primer recuerdo de él. El tipo desgarbado con gabardina que salía en la tele buscando un centro de gravedad permanente donde uno no cambie de opinión cada cuarto de hora y sacando la bandera blanca frente a la “minima inmoralia”, “los idiotas del horror”, “las basuras musicales” y “los programas demenciales”. Conectó. Conectó tanto que hasta Martes y 13 lo convirtió en “Franco Napiato” en un mítico sketch. Tenía algo magnético. Hasta entonces no habíamos visto a un cantante pop con pinta de estudiante de Letras cantando cosas serias al mismo tiempo que comprensibles con melodías pegadizas y cadencias bailables. Battiato quería hacerte pensar, pero también quería verte danzar como los zíngaros, los búlgaros o los balineses.

Yo reconozco que empecé echando un baile y acabé echando la lágrima. Tiene algo que me emociona hasta el extremo. Su voz serena, sus composiciones más melancólicas, sus letras más nostálgicas, cuando canta “recuérdame lo infeliz que me siento / lejos de todas tus leyes / y no me dejes nunca más” en “L’ombra della luce”, cuando dice que “los horizontes perdidos no regresan” en “La stagione dell’amore”, cuando llora a su pobre patria “aplastada por abusos del poder / de gente infame que no conoce el pudor”, cuando confiesa que el animal que lleva dentro no le ha dejado nunca ser feliz, que le roba todo, “hasta el café”. Pero también cuando sigue y afirma que “el animal que yo llevo dentro te ama a ti” y cuando canta que nuestra pobre patria “quizá cambiará” y que “esperamos que el mundo vuelva a cotas más normales, que pueda contemplar con calma el cielo”. Nunca dejó de darnos luz en la sombra, paz en el crepúsculo.

Tendremos que ir tirando mientras llega la primavera, pero al menos sus canciones nos ayudan a tirar. Nos cuidan y nos sanan. Cumplen lo que prometió en “La cura”: “Te salvaré de cada melancolía / porque eres un ser especial / y yo siempre te cuidaré”. Battiato era un ser especial. He leído que se fue en paz. No le tenía miedo a la muerte, se había preparado para ella y creía en la reencarnación. “Hasta que seamos libres, volveremos una y otra vez”, dice en “Torneremo ancora”, su último tema, cantado ya con voz marchita. “No nos hemos muerto nunca, no hemos nacido jamás”, manifestaba en “Testamento”. En esa canción dejó escrito su amor por la vida de esa manera tan suya, en la que lo banal se hacía trascendental: “Me gustaba todo de mi vida mortal / hasta el olor que le daban los espárragos a la orina”.

Forastero en busca de la dimensión insondable, seguro que la encontró al final de su camino. Dicen que la Avenida Nevski que da título a su famosa canción era el único lugar de libertad en el San Petersburgo tanto zarista como revolucionario, cuatro kilómetros en los que se juntaban bohemios, poetas, mendigos, anarquistas, buscavidas. Yo me lo imagino allí, junto a Stravinski, como uno más, silencioso y tranquilo, mirando con sus ojos miopes y divertidos, descifrando el enigma. ∎

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