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Firma invitada / Notas fantasma

Ritos y fetiches

21. 06. 2022

L

a película de Joachim Trier “La peor persona del mundo” (2021) es uno de los mejores retratos que he visto de la sensibilidad y la sentimentalidad actuales –al menos en esta parte del globo–, de eso que llaman “el espíritu de los tiempos”. Refleja con ingenio e inteligencia la forma de ver la vida de varias generaciones, en especial la de los 30 años, pero algo me hizo saber que estaba escrita por alguien de la mía, los que tenemos más de 40. En efecto, el propio Trier y su coguionista habitual, Eskil Vogt, nacieron en 1974. Yo soy del 75. Mi certeza vino por un conmovedor monólogo en el que Anders Danielsen, que interpreta a un dibujante de cómics underground cuarentañero, le cuenta a la protagonista (Renate Reinsve), unos diez años más joven, que él proviene de “un mundo en el que había objetos”, en el que íbamos a las tiendas a comprar cosas como discos y películas y después volvíamos a casa excitados con nuestro botín y nos pasábamos horas, días, semanas disfrutando, manoseando, desentrañando cada pieza del tesoro. Ahora –concluía señalando al móvil– todo está ahí dentro.

Había tanta emoción en su recuerdo, tanta verdad en sus palabras, que tenía que haberlas escrito alguien que hubiera vivido esa época en la que el disco era un fetiche y comprarlo era un rito. Un ritual que comenzaba en una revista como esta (cuando existía en papel, cuando era un objeto), en la que marcabas las páginas de las críticas o subrayabas los títulos que te habían interesado; continuaba en la tienda, donde echabas la tarde rebuscando en los cajones hasta perder los ojos, pasando de un vinilo a otro, de un CD a otro, con los dedos índice y corazón, como un bajista de hard rock llevando el ritmo, deteniéndote ante una portada o un nombre llamativo, escogiendo algunos con los que formabas una pila o un montoncito, que después purgabas para ajustarte al presupuesto... ; y terminaba en la intimidad de tu habitación, abriendo el plástico con la uña, sacando con cuidado el vinilo, con menos cuidado el CD, aún menos la cinta de casete, y escuchando cada disco, una y otra vez, de principio a fin, mientras leías el libreto, admirabas las imágenes o flipabas con la carpeta.

Los discos más importantes de mi vida los recuerdo por la ceremonia que acompañó a su descubrimiento. Son discos que me conozco de memoria porque los escuché hasta gastarlos. Mi cerebro anticipa la siguiente canción en cuanto acaba la anterior. Conozco la historia de la grabación por haberla buscado en libros, revistas o internet. Así me pasó con “Gentlemen” (1993) de The Afghan Whigs, “To Bring You My Love” (1995) de PJ Harvey, “See You On The Other Side”, de Mercury Rev, “Ladies And Gentlemen, We Are Floating In Space” (1997), de Spiritualized... Me pasé unas navidades tumbado en la cama escuchando alternativamente el “Omega” (1996) de Morente y Lagartija Nick y el “A Love Supreme” (1965) hasta ser capaz de cantar los poemas de Lorca, las letras de Cohen y canturrear los solos de Coltrane. He quemado el “Bitches Brew” (1970) de Miles, el “What’s Going On” (1971) de Marvin Gaye o el “Attica Blues” (1972) de Archie Shepp. Solo he puesto los primeros que me vienen a la cabeza. Todos los descubrí y compré en los 90. Hace más de veinte años.

Me entristece reconocerlo, pero apenas he vuelto a tener esa relación sentimental con discos posteriores. Aunque me hayan fascinado. Han sido muchos menos. Se debe a la pérdida de la inocencia, pero también a la pérdida del objeto y la liturgia. Del fetiche y el fetichismo. La palabra viene del portugués “feitiço” que significa “hechizo” y es exactamente eso: un encantamiento provocado por el objeto mismo al que uno acaba otorgándole poderes mágicos. Sin objeto y sin rito, es más complicado hacer la magia. En parte por eso, hemos sustituido el ritual privado por el ritual colectivo, por el concierto masivo, por la explosión de festivales y directos. Es lo que aún nos acerca a lo trascendente y lo sagrado, a lo mágico y lo catártico de la música.

Es el rito que nos queda. Y las fotos y los vídeos que se toman (de forma tan molesta para el resto del público) son el fetiche. Aunque no estén en papel, aunque sean unos y ceros, están ahí en ese objeto sólido que es el teléfono: objeto de objetos. Antes pensaba que esas fotos y vídeos respondían solo a nuestra necesidad de mostrarnos en el escaparate global, pero ahora creo que también responden a nuestra necesidad de guardar algo que permanezca, que atrape esa experiencia, ese recuerdo, todo el poder de ese momento, como hacen los fetiches. Es probable que después de grabarlos no volvamos a verlos nunca, pero nuestros vídeos y fotos saturados de ruido y de colores estridentes son el vestigio del objeto. Algo que perdura en la era de la fugacidad y el espasmo. Algo que no solo dice “yo estoy aquí”, sino también “yo estuve allí”. Como la inscripción en la pared o en la corteza del árbol. Seguimos necesitando rituales y amuletos. Seguimos encontrándolos.

Si no es la foto, es la camiseta de nuestro grupo fetiche. Por supuesto, también el vinilo, que volvió precisamente para satisfacer ese deseo de coleccionar talismanes de nuestros chamanes. Es más: cada vez más artistas sacan discos-discos, discos conceptuales, discos para escuchar enteros, discos pensados como si todavía compráramos discos como antes, como si el disco aún fuera un objeto circular y plano al que veneramos. Del “Motomami” (2022) de Rosalía al “PUTA” (2021) de Zahara, del “Bremen no existe” (2022) de Biznaga al estratosférico “Tercer cielo” de Rocío Márquez y Bronquio, por citar solo algunos grandes trabajos recientes de artistas españoles. Son discos que te cuentan una historia, que te invocan y te invitan a quedarte, a escuchar con tiempo, como oyentes alrededor del fuego. Y son discos que apetece tener físicamente porque son como las estampas o los iconos religiosos para el devoto: mecanismos para pasar al otro lado.

No quería que este artículo fuera un ejercicio de nostalgia. Me parece inútil lamentarse por la desaparición de un pasado que no puede volver. Los viejos rituales, los santuarios que son las tiendas de discos y sus gurús que son los dueños están en vías de extinción, como cuenta muy bien “Vernon Subutex” (2015), de Virginie Despentes. Los que los vivimos nos hemos hecho mayores. Pero aún podemos refugiarnos en esas pocas capillas que van quedando y, más que nada, podemos buscar otras formas de ritualidad. Yo últimamente he vuelto a la antigua costumbre de escuchar pocos discos muchas veces. Menos es más. Me pongo en bucle a Nik Bärtsch, Eivind Aarset, Joep Beving, Joel Lyssarides, GoGo Penguin, Get The Blessing... aunque no tengo ningún vinilo suyo. He sustituido el objeto por la obsesión hacia el sujeto. No es lo mismo, es diferente. En estos tiempos en los que tenemos acceso a todo en todas partes, corremos el peligro de pasar por la música como turistas, cuando a la música hay que ir como viajeros, como exploradores. Decía Umbral que los libros se escriben para olerlos. Los discos se fabrican para tocarlos, para acariciarlos, para mirarlos. Por su naturaleza son más fáciles de digitalizar, de desmaterializar. Acabarán por desaparecer, imagino, pero creo que siempre encontraremos la manera de encontrar hechiceros, fetiches y ritos. ∎

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