El botones Sacarino se presenta en ‘DDT’ en 1963, al año siguiente Rompetechos y en 1966 llega Pepe Gotera y Otilio, chapuzas a domicilio. Éxitos de Ibáñez que sumar a unos Mortadelo y Filemón cuya popularidad explotará de manera definitiva en 1969, cuando Bruguera decide imitar el modelo francobelga: serializar historias largas en revista y luego reunirlas completas en álbum. Es allí donde, parodiando la moda de los agentes secretos, nace la T.I.A., el superintendente Vicente, el profesor Bacterio y una galería de malhechores que sustituye genios del mal por lumpen castizo. En
“El sulfato atómico” (1969) o
“Valor y... ¡al toro!” (1970) brilla un esmero gráfico que pronto será incompatible con el volumen de producción exigido. Pero da igual. En 1972 la revista ‘Triunfo’, emblema crítico del tardofranquismo, le dedica cuatro páginas en una entrevista titulada “Un estajanovista de la historieta”, donde se cuantifica un ritmo de cuarenta (40) páginas semanales. Aunque no hay autor que resista algo así, las ventas seguirán creciendo. Hoy, las aventuras largas de Mortadelo y Filemón superan las doscientas y se entregan a temáticas de actualidad, del Caso Bárcenas a la Gripe A, pasando por el tradicional evento deportivo. Su mejor etapa concluyó en 1979 con
“¡A por el niño!”, pero aún es posible vislumbrar, fugaz, aquella chispa original en
“100 años de cómic” (1996), la autobiográfica
“El 35 aniversario” (1992) o
“En Alemania” (1982), visita al país donde, traducidos como “Clever & Smart”, su éxito se hace internacional.
Esa sobreproducción desorbitada también arroja sombras, a menudo silenciadas por temor a dañar su marca y una imagen pública donde el autor, como si fuera Mortadelo, se transforma en oficinista explotado, común y campechano. Apenas se habla de los “negros de Ibáñez”, anónima legión de dibujantes y guionistas responsables de miles de páginas apócrifas. Y aún menos de los sangrantes plagios al belga André Franquin (1924-1997), su otro gran referente junto a Vázquez, que no se limitan a tomar a Gastón el Gafe y convertirlo en El botones Sacarino, sino también a reproducir numerosos gags y situaciones. En su defensa, se puede aducir que el concepto de autoría era entonces más laxo que hoy y que la propia editorial impulsaba esa dinámica. El triunfo de Ibáñez tampoco carece de sinsabores, como las secuelas físicas de una vida encadenada al tablero de dibujo, y momentos en los que todo peligró. En 1985 abandona Bruguera y abre un litigio por los derechos de autor que termina de sentenciar a una editorial que sobrevivía gracias a sus creaciones. Mientras tanto, se verá obligado a realizar nuevas series como “Chicha, Tato y Clodoveo, de profesión sin empleo” o “7, Rebolling Street”, reformulación a doble página de “13, Rue del Percebe”.
La popularidad de Ibáñez perdura ina-gotable y cada nuevo álbum de Mortadelo y Filemón alcanza cifras de ventas insólitas para el lector de cómics habitual, que hace décadas dio la espalda a su obra reciente. El público de Ibáñez es otro, y series de televisión como “Manos a la obra” o “La que se avecina” deben mucho a su humor de trompazo, enredo sin sutileza y una fauna costumbrista y urbana de operarios incompetentes, oficinistas precarios, granujas ingenuos y líos vecinales. En Bélgica tienen a Tintín, en Francia a Astérix y nosotros a Mortadelo y Filemón, porque nada nos define mejor que las viñetas de Francisco Ibáñez. ∎