Aunque no utiliza esa palabra,
Ryuichi Sakamoto (Tokio, 1952) se describe, por sus actos, como un rebelde: estudiante revolucionario ávido de manifestaciones, creador inadaptado en los formatos comerciales, sensibilidad desligada de todo compromiso sobre lo que se espera de él.
“La música os hará libres” (“Ongaku wa Jiyuu ni Suru”, 2009; en España, 2011), sustancioso libro de memorias fruto de sus entrevistas para la revista japonesa ‘Engine’, describe a un individualista con brotes egocéntricos y en permanente desarrollo que ha contribuido a reducir distancias entre occidente y oriente; ancestros y modernidad; cultura popular y elitista.
Sakamoto realza sus años infantiles, a los que dedica un tercio del volumen. Ya en el bachillerato se enganchó a John Cage y Fluxus, y sintió tal identificación con Debussy que llegó a creerse su reencarnación. La senda de las vanguardias lo llevó a La Monte Young, Terry Riley y Steve Reich (de quienes destaca sus incursiones en músicas no europeas), y por eso, cuando cofundó la Yellow Magic Orchestra en 1978, estaba poco familiarizado con la tradición pop. Pero vio en el grupo una oportunidad para incorporar ideas avanzadas
“a la corriente común”. Como cuando aceptó musicar la ceremonia inaugural de Barcelona ‘92.
La fama pop lo violentó. Le apetecía más operar en solitario y reflexionar, por ejemplo, sobre la música y la neurociencia, si bien la llamada de Nagisa Oshima lo encarriló en el cine, medio que le suministró frustraciones: las mutilaciones de su partitura para “El último emperador” (1987), de Bertolucci. El Sakamoto maduro tiene un aspecto de figura zen que, después del 11-S, hurga en el lado oscuro de occidente y busca la pureza entre los bloques de hielo de Groenlandia. Sorprende verlo tan empequeñecido, situando la Naturaleza (en mayúsculas) por encima del hombre. Quizá sea el punto de partida de una nueva música de Sakamoto. ∎