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El fallecimiento el pasado día 15 de Francisco Ibáñez supone el fin de una manera de entender y producir los tebeos en nuestro país. Trabajador infatigable, estrella sin ínfulas y dibujante hasta el final: un artesano del gag que se mantuvo al pie del cañón durante más de sesenta años de carrera profesional, cuyo trabajo fue leído y disfrutado por millones de lectores e inspiró a centenares de artistas. Ibáñez creó un icono absoluto de la cultura al nivel de popularidad del Quijote: Mortadelo über alles.
Aunque hubo un Francisco Ibáñez (1936-2023) antes de Mortadelo: un joven empleado de banca que estaba dotado de una nada desdeñable capacidad para el dibujo cómico, fogueado en magazines infantiles y que aprovechó el escenario favorable que se abría ante él en 1957. Aquel año, varias de las estrellas más rutilantes de la editorial Bruguera –como Josep Escobar, padre de Zipi y Zape, otra figura totémica de nuestras viñetas– abandonan la editorial y fundan la revista ‘Tío Vivo’, en un inédito alarde de cooperativismo. Es el momento propicio para que Ibáñez, que acompañaba su talento de una considerable velocidad de producción, debute en las publicaciones de la casa barcelonesa. Influenciado por Vázquez, quizá el mejor dibujante de tebeos que pasara nunca por Bruguera, Ibáñez se encarga de confeccionar numerosos chistes que aparecerán en las revistas ‘DDT’ y ‘Pulgarcito’. Y es al año siguiente, en el nº 1394 de ‘Pulgarcito’ (20 de enero de 1958), donde debutan unos primitivos “Mortadelo y Filemón, agencia de información”. Ibáñez tiene apenas 21 años y todavía le falta madurez artística; de hecho, el diseño de Mortadelo es una copia poco disimulada de Fúlmine, personaje del autor argentino Guillermo Divito. Pero así funcionaba Bruguera, deprisa; y así trabajará Ibáñez hasta el final de su carrera, deprisa. Si para publicar la página hay que copiar, plagiar o calcar, así se hará, como veremos más adelante.
Ibáñez se convierte en uno de los motores principales de la escudería Bruguera y durante la década de los sesenta apuntala su particular universo con la creación de La Familia Trapisonda, Pepe Gotera y Otilio, Rompetechos, El Botones Sacarino y, a juicio de la crítica, su cima artística, la “13, Rue del Percebe”, un disparate formal compuesto de diez o doce chistes por página circunscritos a cada uno de los pisos que conforman un singular edificio poblado por vecinos tarumbas, que se prolongará durante más de 300 entregas. En las páginas de estos personajes afina su sentido del humor y perfila las señas de identidad que lo acompañarán durante toda su obra: costumbrismo de sal gorda, gags físicos con un ojo en el cine mudo y otro en los cartoons, equívocos inocentones y caricatura urgente. Bruguera es Ibáñez e Ibáñez es Bruguera, el éxito de sus tebeos se multiplica cada año y cada vez se le exige más y más producción, una exigencia que el autor acepta con resignación hasta que llega uno de los puntos de inflexión de su carrera, la publicación de “El sulfato atómico” en 1969, el primer álbum de Mortadelo y Filemón.
La idea era sencilla: si los álbumes francobelgas de personajes como Tintín o Astérix eran un éxito en todo el mundo, ¿por qué no copiar la fórmula con los personajes más populares de la editorial? Rafael González, su estricto editor, lo conminó a que el cómic fuera dibujado con más detalle y que la historia se desarrollara durante once capítulos de cuatro páginas cada uno, que aparecerán en el semanario estrella de la casa, ‘Pulgarcito’, antes de recopilarse en un tomo único. Mortadelo y Filemón pasan a ser agentes secretos y abandonan la agencia de información. Ibáñez se pone manos a la obra y acude sin remilgos a la obra de Franquin, el legendario dibujante francés, para copiar gags y viñetas completas: el diseño del profesor Bacterio es un calco poco disimulado del Doctor Zwart, un personaje de Franquin para “Spirou”, y los vehículos de “El sulfato atómico” son fusilados de páginas firmadas por Tillieux y Peyo (el creador de Los Pitufos). Eran otros tiempos y el concepto de autoría en el cómic español era una idea borrosa y lejana. El cómic se convierte en un éxito (otro más) e Ibáñez repite la fórmula en álbumes sucesivos: “Contra el Gang del Chicharrón” (1969), “Safari callejero” (1970), “Valor… ¡y al toro!” (1970)...
Mortadelo llegará a disponer de una cabecera propia durante la década de los setenta, en la que se publican los capítulos de los siguientes álbumes. Es el tebeo más vendido en nuestro país y sus aventuras se exportan a Alemania con notable popularidad. Bruguera no deja de exprimir a su gallina de los huevos de oro, e incluso crea su propio estudio de dibujantes para facturar páginas de sus personajes sin que el autor mueva un lápiz. Ibáñez sufre la tensión de un sistema depredador y se convierte en el plagiador plagiado. Sin embargo, es a finales de los setenta cuando perfecciona su estilo y firma sus mejores álbumes. Utiliza la presión editorial como aliada y despoja su dibujo de ornamentos, centrándose en sus mayores habilidades; la concatenación de gags por página, con un ritmo endiablado y una búsqueda constante de la carcajada, lo aleja de la órbita francobelga, convirtiéndose en un autor con voz propia. La muerte de Franco y la llegada de la democracia le permiten incluir más crítica social en sus tebeos, y los políticos comienzan a ser blanco habitual de las pullas de Mortadelo, que adquiere un tono más adulto. Pero, entonces, el desastre: el hundimiento de Bruguera.
La editorial quiebra debido a una serie de catastróficas desdichas (desglosarlas nos llevarían a confeccionar otro artículo) e Ibáñez recala en la editorial Grijalbo, donde crea a Chicha, Tato y Clodoveo –tres parados de larga duración– y resucita la “13, Rue del Percebe” esta vez con doble número de páginas (mortal con tirabuzón) y mudándose al 7, Rebolling Street. Sin embargo, el Grupo Z adquiere el fondo editorial de Bruguera y publica historias de Mortadelo sin la firma de Ibáñez. El litigio del autor con el gigante editorial culmina con su vuelta en 1988, con un Mortadelo asaltando el Congreso de los Diputados travestido de Tejero en una memorable portada. De nuevo hay que producir a destajo y esta vez es el propio Ibáñez el que monta un estudio de artistas (que no acredita en ningún momento) para nutrir de Mortadelos al nuevo amo. Hay cosas que nunca cambian.
Convertido en una absoluta leyenda de los tebeos, Ibáñez abandona el resto de sus creaciones para centrarse en Mortadelo y Filemón. Pese a que la fórmula sufre ya en los noventa de un perceptible agotamiento, sus tebeos siguen siendo un acontecimiento editorial y su popularidad no deja de crecer. Se estrenan películas y hasta adaptaciones más o menos apócrifas, como las series “Manos a la obra” (Vicente Escrivá y Ramón de Diego, 1998-2001) o “Aquí no hay quien viva” (Iñaki Ariztimuño, Laura Caballero y Alberto Caballero, 2003-2006). Sus sesiones de firmas arrastran a miles de lectores y, pese a que Mortadelo es cada vez más un tebeo adulto, nuevas generaciones de público infantil lo leen con avidez. No deja de trabajar en ningún momento y en todas sus apariciones públicas bromea con su situación, la de un dibujante atado a una mesa de dibujo, una condena impuesta por su propio éxito y que lo acompañará hasta su muerte (el último álbum de la serie se publicó este 2023). Descanse en paz. ∎
A Ibáñez le repugnaba el deporte rey, quizá por eso dibujó el mejor tebeo sobre fútbol de todos los tiempos. Mortadelo y Filemón parten como miembros de la selección española al Mundial de Argentina para velar por la seguridad de la celebración del evento, amenazada por la República Africana del Mondongo (sic), molesta por no haber sido la sede de la cita mundialista. Sucesión de bromas pasadísimas de vueltas, a mil por hora, absolutamente memorables, con un final descacharrante. Tras “Gatolandia 76” (1972; originalmente publicado como “En la Olimpiada”), Ibáñez hizo que los agentes de la T.I.A. participaran en todos los eventos deportivos habidos y por haber, hasta la celebración del próximo Mundial de Baloncesto de este año que ha terminado por convertirse en el último álbum de la serie.
Un edificio, sus vecinos, cada viñeta un piso y en cada viñeta, un chiste. Un hallazgo formal y la demostración de la valía de Ibáñez como creador de bromas de todo pelaje, publicadas a piñón fijo semana tras semana (1961-1968). Aunque la idea original sea de Manuel Vázquez, es Ibáñez quien pone en pie el bloque de pisos más famoso de los tebeos, un reto absoluto para cualquier dibujante de humor. En sus páginas se daban la mano el tipismo de una portería con los monstruos creados por un mad doctor. Radiografía de una España eterna que se perpetúa hasta su última iteración audiovisual, la serie “La que se avecina” (Alberto Caballero, Laura Caballero y Daniel Deorador, 2007-).
En la segunda mitad de la década de los ochenta, Bruguera homenajeó a Josep Escobar con una serie de álbumes que recogían parte de su obra, incluían entrevistas, curiosidades y material inédito. Ibáñez firma una memorable historieta junto al propio Escobar en la que, durante seis páginas, Mortadelo y Filemón harán una visita guiada a las instalaciones de la T.I.A a los gemelos más famosos del cómic español, los mismísimos Zipi y Zape. Espectacular mano a mano que une lo mejor de las dos figuras más legendarias de nuestras viñetas. ∎