Es algo sabido. La música popular es un registro vivo donde quedan impresos buena parte de los acontecimientos y temores que experimentamos los seres humanos. Es interesante comprobar también cómo somos capaces no solo de superar las situaciones más atroces mediante la acción práctica, sino también de sublimarlas y de traducir una parte de su esencia en obras de arte. Tras los recientes acontecimientos en Japón, algún enemigo del espíritu nos acusará de oportunistas.
Pero más allá del sufrimiento real que está provocando el maremoto nipón y del ombliguista debate suscitado en Occidente sobre la energía atómica (debate que responde al zafio egoísmo coloquial:
“si tú estás enfermo, yo estoy más malito”), la creatividad humana puede (y debe) volver a brillar. Como un sol naciente, ardiente, que renueve una vez más el ciclo eterno de la vida cotidiana. Creatividad en forma de música y letra, crítica y con sentido del humor, dación de fe y esperanza.
Boris Vian, Stanley Kubrick, El Aviador Dro, hasta Kraftwerk, con su hierática ironía teutona, se han acercado con visión incisiva a uno de los productos culturales más controvertidos de nuestra era y de todos los tiempos: la ciencia y su incansable afán por descomponer la materia. Esa alquimia dualista que nos ha aportado tanto bienestar como desconfianza.
Muchos de los grandes acontecimientos del siglo XX y, por lo que vemos, también del XXI han estado marcados por los descubrimientos de gente como Henri Becquerel, Marie Curie y, muy a su pesar, Robert Oppenheimer. Ralf Hütter (Kraftwerk) debería añadir ahora Fukushima a Chernóbil, Harrisburg, Sellafield e Hiroshima en la nueva adaptación de su clásico “Radioaktivität”. Yukihiro Takahashi (Yellow Magic Orchestra) compuso “Something In The Air” en 1981. Japón habla con conocimiento de causa.