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uando llegué a la música de Morrissey él ya se había retirado a su exilio californiano, así que maldije durante años haber nacido demasiado tarde. Exactamente, los siete que duró su silencio, los que van desde el deslavazado “Maladjusted” (1997) al regreso exuberante y triunfal de “You Are The Quarry” (2004). Hasta entonces no pude experimentar lo que es esperar –esperar de verdad– el lanzamiento de un nuevo disco de tu artista favorito. Y, por fin, hacerte con él y que encima sea una obra mayor. Porque vaya si lo era. Esas doce canciones encerraban en cuarenta y siete minutos todo lo que podíamos esperar entonces de Morrissey. Y eso era muchísimo más de lo que en realidad esperábamos de él.
Durante el interminable paréntesis en que la carrera de Mozzer parecía siempre como a punto de descarrilar, como pendiente de un hilo absurdo, experimenté en primera persona lo que significaba quedarse fuera de juego y con cara de panoli. Porque, a ver, ¿qué clase de fan vas a ser si no has tenido la sensación de desprecintar un disco nuevo de tu artista y ser tú el primero que describe tus propias emociones al escucharlo? ¿Y cómo vas a saber lo que se siente si tú estás ahí, rayando en bucle los discos de The Smiths a la espera de que Morrissey se digne a atender tus plegarias? Hasta entonces, la convulsión física y totalizadora de las grandes canciones de Morrissey yo la conjugaba siempre en pasado, con la íntima impresión de ser un polizón tardío entre su marea de fieles, porque había llegado tarde y hablaba de oídas.
Ah, pero a mediados de mayo llegó por fin el día del desquite. Compré “You Are The Quarry” –que significa “tú eres la presa”– a las pocas horas de salir. Noté un pellizco en el corazón. Abrir el disco –un bonito digipack rosa–, pulsar play y sentir que Sevilla era Mánchester fue todo uno. Y entonces, aquel viernes de la primavera del 2004, Moz abrió los cielos del pop indie y se dirigió por fin a mí, ungiéndome como nuevo miembro de su selecto club. Me hablaba desde un póster de la época de “The Queen Is Dead” (1986) que decoraba mi cuarto: “Ahora sí, ya eres uno de los nuestros”. Fue como si me hubiera sincronizado con un mundo diferente.
Yo había esperado con impaciencia otros discos antes. Sobre todo, “Cajas de música difíciles de parar” (2003), de Nacho Vegas, que también es un reconocido entusiasta de nuestro mancuniano favorito. Pero con Morrissey era distinto, porque me reenganchaba, al fin, a su historia en tiempo presente y no por el retrovisor. Y encima con canciones pletóricas, rebosantes de inspiración y rematadísimas como “First Of The Gang To Die”, “Let Me Kiss You”, “I Like You”, “You Know I Couldn’t Last” o “Irish Blood, English Heart”. La voz sonaba limpia y clara por delante de la música y la producción de Jerry Finn hacía justicia a la maestría compositiva de Moz, que revalidaba el cinturón de los pesos pesados de la letra musical bien rodeado de riffs impetuosos y melodías cautivadoras.
Para un fetichista de la música como yo, que cree con fe ciega que el álbum es el artefacto cultural de mayor alcance, ya la portada valía cada céntimo. Morrissey posa con traje mafioso de mil rayas delante de una cortina rosa de seda satinada y sostiene despreocupado una ametralladora Tommy Gun, esa que en los años de Al Capone se conocía como “la máquina de escribir de Chicago”. Me gustaban esa placidez humorística de la composición –que viene a decirnos “os voy a cazar”– y el enfoque vitriólico de quien vuelve dispuesto a cobrarse una vendetta de siete años. Me sorprendió por cuanto suponía un cambio radical respecto a la tendencia sombría de los LPs anteriores. Y porque yo a Morrissey no me lo imaginaba precisamente como la clase de persona que te intentaría hacer reír en un funeral de trillizos, sino, más bien, como un misántropo excéntrico y difícil, con toda su timidez a cuestas. Le encajaba a la perfección aquella boutade de Luis García Berlanga: “Soy tan egoísta que lucho por la felicidad de los demás solo para que no me molesten”. Yo leía compulsivamente sobre Morrissey, pero me resultaba un artista finalmente indescifrable, y eso me gustaba aún más: era como si irradiara su propio campo magnético para defenderse de un mundo que conspiraba en su contra.
Pero ahora todo eso se le ha derrumbado dramáticamente: la inspiración, el aura de misterio, la querencia contracultural... En estas dos décadas la paulatina decadencia de Steven Patrick Morrissey ha sido incuestionable. Va entregando discos que siempre albergan un pequeño halo de esperanza, pero que nunca están a su altura. Por eso lo mejor, ahora así, puede que sea rebobinar y disfrutar. Visto con el tiempo, “You Are The Quarry” supuso su segunda cima en solitario, un renacer que le dio el impulso necesario para seguir en forma durante unos años más, los que abarcaron los dos álbumes siguientes: “Ringleader Of The Tormentors” (2006) y “Years Of Refusal” (2009). Desde entonces, a qué negarlo, su música ha ido perdiendo fuelle musical y pulso lírico. Por decirlo con sus palabras, la carrera se le ha emborronado “como las letras de un periódico cuando se miran muy de cerca”.
Y eso ha ocurrido en paralelo a una radicalización ideológica ciertamente consternadora. Morrissey se ha ido escorando y escorando. En algunos casos, hasta más allá de los márgenes democráticos. Ha pasado de desear la muerte a Thatcher (“Margaret On The Guillotine”) a apoyar a los partidos de extrema derecha UKIP y For Britain (ya extinto). Y a coquetear claramente con el antiislamismo. Hasta ha pulsado el comodín –infalible detector de gorritos de papel de plata– de que Hitler “era de izquierdas”. El de ahora sí se parece algo más al Morrissey “retorcido, truculento y poco fiable” que describió el juez Weeks en el juicio que perdió frente al batería de The Smiths, Mike Joyce. Entonces Mozzer se nos aparecía como un Quijote cargado de razones en su lucha frente a los gigantes del sistema. Ahora le salen tics ofendiditos de trol voxero. Es una pena.
He buscado ahora la Rockdelux de junio de 2004, con esa espléndida portada por la que crucé los dedos al acercarme al quiosco. La foto –como siempre, bellamente editada a sangre– es un primer plano de Morrissey que desborda la página. Solo se le ve media cara. “Vuelve después de siete años... Morrissey. La entrevista más esperada”. Esas palabras también eran música. Ahora ya no auguro grandes cosas de Morrissey, que promete meterse a grabar a finales de febrero un disco que saldría en septiembre. Hay que hablar en condicional, porque quién sabe ya, después de que Capitol Records haya pospuesto sine die el lanzamiento de “Bonfire Of Teenagers”, previsto para 2021 y que él calificó como “el mejor” álbum de su vida antes de darle un portazo a la discográfica. Si no espero apenas nada de estos discos no es porque haya tirado la toalla, es porque no me temo nada bueno, precisamente.
Puestos a esperar nuevos álbumes de artistas consagrados, prefiero otros. Este año sacan disco Frank Ocean, PJ Harvey, The National, Surfin’ Bichos (tres décadas después), Refree (que ha firmado una obra magistral) o los Sparks, que cierran este círculo porque ellos a su vez vibraron como unos jovenzuelos indies con el “You Are The Quarry”. De hecho, Ron Mael le envió en aquellos días una postal a Morrissey para agradecerle “tal inspiración”. “Un elogio así venido de César hace que me desmorone”, recogió Moz –melodramático y ampuloso como él solo– en su “Autobiografía” (2013).
Los hermanos Mael siguen en forma, pero a Morrissey no le auguro nada al nivel de “You Are The Quarry”. Ni de lejos. Al menos, qué demonios, fui testigo directo de su última gran obra. Al menos llegué a tiempo. Al menos pude sentir esa descarga de adrenalina fan. Quizá por eso no me he sorprendido al volver a poner este disco después de tantos años y comprobar que aún me sé todas las letras.
Lo escucho ahora y siento que jamás he salido de aquella habitación de Sevilla. La presa era yo. ∎