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Firma invitada / Canciones

Que lleva el ferrocarril

25. 07. 2023

L

a que canta Joselero –con la guitarra de su hijo, Diego de Morón, entonces Dieguito el del Gastor– va titulada como “Me juegan consejo de guerra” y descrita como soleares de la Sierra de Grazalema. En fin, como comento a menudo, el flamenco tiene una relación conflictiva –bendito sea el conflicto– con el estándar de la canción. El latigazo de esta letra suele aparecer por soleares, pero la he visto entrar en bulerías, incluso abriendo unos tientos. No podemos pensar que hay unas soleares de la Sierra de Grazalema, no es esa la intención de la taxonomía popular. Los estilos que se dicen de Triana, de Cádiz, van sonando en la garganta de Joselero de Morón, pero lo que subraya la vocación paisajística de esta soleá pasa por un cierto asilvestramiento, lo boscoso, la selva se respira en cada verso dicho, cantado. Y de pronto, las tres líneas, el latiguillo: “Yo te estoy queriendo a ti / qué, con la misma violencia / que lleva el ferrocarril”. Uff, ese “qué”, que yo he acentuado, un recurso redoblado que anuncia el tercer verso, muy usual en el flamenco, ese “qué” acentuado trae ya el tracatraca del tren, su velocidad fulgurante anuncia, sí, un descarrilamiento.

Lo graba para Gong un Gonzalo García-Pelayo redundante. En “Manuela” (1976), su primera película, suena la copla en el momento preciso y con todas las implicaciones que la copla tiene. Terrible, anuncia el incesto, el amor que se despierta entre el hijo y la madrastra y que da al relato rural carácter de tragedia griega. Sí, habla de la violencia del amor, de cómo el amor violenta el cuerpo, cómo nos enciende, cómo nos avergüenza llenando nuestra cara de rubor. Y sí, esa misma violencia que desborda los cuerpos de forma patológica y que se presenta como violencia de género. Ahí está también, en el motor inflamado de la máquina locomotora. En la película, García-Pelayo recontextualiza la letra. En la tanda original de soleares la letra aparece, fulgurante, entre dos estrofas diferentes. Primero “En aquella primera chocilla / que estaba el Perrenque y el Cuervo / Miracielo y Maravilla”, y le sigue “La retama y la consuelda / en un vaso yo las metí / todo me sabe a gloria / cuando me acuerdo de ti”. Es decir, entre dos momentos de saudade, melancolía, incluso nostalgia, el cuerpo –y podemos ver el de Joselero tensionándose hacía adelante– suelta electricidad con esa violencia onomatopéyica, el “qué” y la rima explícita entre “ti” y “ferrocarril”. Eros anuncia a Tánatos. Ahí está, tantas veces amor tóxico pero tantas veces, también, el amor verdadero que nos desordena. Nos arrastra, hacia abajo nos arrastra y en el barro está la gloria.

La letra, la soleá, la canción –después de una docena de artículos espero que se entienda que aquí canción no es equivalente de mercancía– la hacen muchos cantaores y cantaoras del ancho y proceloso mundo del flamenco. Esa intercambiabilidad es gloriosa. Un poco, sí, como tramos de vía, se van combinando unos tramos con otros. Así se construye un cante. Un cante que es canción. Un látigo que es latiguillo. Porque esta letra aparece así, como leitmotiv, como ritornelo, a lo largo del cancionero flamenco. Estás en otra cosa y, de pronto, desde la escena la cantaora te llama la atención con el pitido de esta locomotora. La metáfora no es casual. La historia del ferrocarril es la historia del flamenco, decía el maestro Ortiz Nuevo mucho tiempo antes de que Orlando Figes en “Los europeos” (2020) contara la historia cultural del subcontinente bajo el mismo símil ferroviario.

Nuestra letra, nuestro latiguillo, aúna en un mismo aliento un afecto del cuerpo –yo he escuchado esa letra de unos labios rojos y he sentido miedo– y un efecto de la historia, las condiciones materiales, sociales, económicas y políticas que producen el flamenco. Por eso es emocionante cuando en “Carnación” (2022), la pieza magistral de Rocío Molina, el Niño de Elche toma esta soleá, la deletrea, la desmonta, la alarga con el pitido exacto de la máquina en el choque de los cuerpos y los afectos que la pieza despliega. Rocío Molina ha sabido darle cuerpo, darle su cuerpo, a este conato. Expone su cuerpo a todos los vaivenes, caricias y violencias del amor, pero también de otros afectos sobre el cuerpo, al rubor, al temblor, al nervio. El combate entre ella y el Niño de Elche, entre sus cuerpos, es de una emoción indescriptible. Una tensión de alto voltaje que nos recuerda de qué estamos hechos, de la carne que se pega a nuestros huesos. Puerta Osario y Puerta de la Carne desplegados así, como un choque de cuerpos y de gentes. Son dos, pero no es un paso a dos. El coro, que en el espectáculo aparece y desaparece –no desaparece del todo porque el público también es esa masa coral–, le da una dimensión política a cada rubor, a cada pústula, a cada marca –las cuerdas con las que la propia Rocío Molina se ata a sí misma, entre la mística y el sadomasoquismo orientalizante– sobre el cuerpo. No hay una escena comparable, ahora mismo, entre las danzas del mundo. La hibridación entre danzas de los pueblos, la etnicidad que se viene incorporando desde hace años al lenguaje internacional de la danza moderna se hace siempre desde la afirmación, la reivindicación, el rescate de lo reprimido, de lo perdido, de todo aquello –africano, amerindio, indostánico, etc.– que la hegemonia heteropatriarcal de Occidente había eliminado. Una modernidad acrítica lo había presentado así y ahora es lógica esa reivindicación a la contra. José Limón era tan importante como Merce Cunningham. Pero este flamenco, el de Rocío Molina y el de Niño de Elche, se permite reivindicarse armado críticamente, matando al padre, a la madre y al Espíritu Santo. El flamenco está –este espectáculo no puede ser más hondo, más jondo, jondísimo con jota– barrado, como decía Freud. El paciente le decía “he soñado esto, no es mi madre, claro…”. Y esa negación, ese “no es mi madre” o “no es mi padre” pone al analista, al lector, atento a las figuras que van a empezar a declinarse a continuación. Negar el flamenco y afirmarlo es el mismo ejercicio. Pero, ya digo, al contrario de las olas de danza decolonial que nos llegan, estos flamencos pueden reivindicar y cuestionar a la vez, en el mismo golpe de voz, en el mismo giro del cuerpo. Rocío Molina una y otra vez se sube a una silla y desde ella cae al suelo. Una y otra vez. Ese gesto hacía abajo, ese continuo caer –hasta la voz cae al final de la soleá–, ese hacia abajo, decía Georges Bataille, está siempre en el flamenco. Así que sí, te estoy queriendo a ti con la misma violencia que trae, que lleva, el ferrocarril que anuncia un descarrilamiento.

La locomotora de tren es el verdadero ángel de la historia. Walter Benjamin recupera la cita de Pfau: Ya es innecesario convertirse en un ángel, pues las alas más bellas que puedas imaginar ya están en el tren. El flamenco, lo hemos dicho más arriba por la boca de José Luis Ortiz Nuevo, nace y se extiende con el ferrocarril y es tan moderno, exactamente moderno, como el propio tren. Literalmente, acabada la aventura colonial americana a lo largo del siglo XIX, los desplazamientos del tren por la Península Ibérica permitieron esos contactos de formas folclóricas, melismas mediterráneos, arritmias primitivistas, jipíos disonantes, todo lo que acabó conformando lo que llamamos flamenco. El tiempo del ferrocarril nos brinda las condiciones históricas del tiempo en que se construyó el flamenco, ni más ni menos.

Por eso la soleá de la que hablamos hace ese doble movimiento materialista. Por un lado, evoca un mundo hecho carne que se toca con las manos, que se palpa, que se pellizca. El cuerpo inflamado por la violencia del amor, del deseo, se da cuenta de lo que es, cuerpo. A la vez, las condiciones históricas, el llamado materialismo histórico, las condiciones materiales que se dieron para que se deletreara en un cante la palabra “ferrocarril”. Las dos cosas se dan a la vez, en un mismo golpe, con todas sus contradicciones.

Bajo la misma choza están Diego del Gastor y su cuñado Joselero. Están, también, Rafael El Gordo y Paco Molina. Hay algunos amigos más. Diego habla de afectos. La filosofía solo puede hacerse desde el padecimiento. Solo el que sufre con el pueblo puede entender al pueblo. A continuación, Diego coge la guitarra y realiza una personal versión de “La marsellesa”. Joselero no entra en el plano –estamos hablando de “Flamencología”, el fabuloso documento de Daniel Seymour filmado en 1970–, mira a su cuñado emocionado y se ríe con sonora carcajada. Es desde la alegría desde donde se canta. Se sube a un alto rocoso y se sienta con Jessica Lange, que está ayudando en la grabación. La abraza cariñoso y, con sigilo, le repite el cante a media voz, sin convencimiento, dejando el sujeto y objeto de lo cantado libres. Paco Grande contempla la escena desde lo alto, la escucha, no la ve. Joselero no se está refiriendo a nadie en concreto, se refiere al mundo. Te estoy queriendo a ti con la misma violencia que lleva el ferrocarril. ∎

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